Cuando Tobalo subió con la pelota venía con los ojos muy abiertos, como si no pudiera entrecerrarlos ni un poquito. Y dijo que en el castaño había un hombre muy blanco y muy tieso, y que se lo tenía que decir a su padre. Claro, su padre era el de la huerta y debía tener algo que decir en este asunto, ¡que lo mismo era aceptable que los niños robáramos castañas, pero que lo hiciera un hombre tan blanco y tan tieso tal vez no lo fuera!
De alguna forma percibimos que la cosa tenía un morbo enorme (aunque entonces no conociéramos tal palabra) y sonaba a misterio. ¿Qué podía estar haciendo un hombre muy blanco y muy tieso en el castaño? Olvidamos el partido de fútbol y, dándonos valor unos a otros, bajamos a mirar. Efectivamente, allí estaba el hombre tieso y blanco. Colgaba de una cuerda atada al cuello. No se balanceaba. Nos llamó la atención la serenidad y la quietud de la muerte. Muy repeinado con brillantina, el pelo hacia atrás. Y una nota de papel cosida con un imperdible a la solapa. Servidor tuvo conciencia de la gravedad de la situación cuando el padre de Tobalo apareció corriendo. Los padres nunca corrían, a veces se subían a los árboles para demostrar que aún estaban ágiles, pero con dificultad; por eso, ver correr a ese hombre orondo me impresionó. Venía gritando que nos fuéramos de allí inmediatamente. Sólo entonces el ahorcado se convirtió en un muerto de verdad, y la muerte en algo muy cercano. Eso nos atemorizó cuando, por la noche, cada uno volvió a la soledad y a la oscuridad de su cama.
En cuestión de minutos la huerta de José se convirtió en una masiva romería de curiosos. Llegaron más niños del barrio, y las niñas. A servidor le gustaba tener cerca a las niñas de su edad, aunque fuese por un motivo como aquel. Luego llegaron nuestros mayores. La primera autoridad en personarse y tomar las riendas de la situación fue Alfonso el guardia. Y llegaron también extraños a Villajovita, personas del Mixto, de Pedro Lamata, de Terrones, los barrios enemigos allende la Muralla[1]. Y entre todos pisoteamos la plantación de cebollas que José tenía en los alrededores del castaño. Finalmente llegaron los números de la Guardia Civil y nos tuvimos que ir.
El hombre tieso y blanco era un chaval muy mayor, como de quince o dieciséis años, que trabajaba en un pequeño taller de motos, cerca de la mercería VIRMAN. No soportó la decepción amorosa; la familia de su amada no quiso aceptarle. Se paseó por las calles del barrio con la soga. Y decía a quien le escuchara que la usaría para ahorcarse. Nadie le hizo caso. Explicó los motivos en un papel… y dejó que la vida siguiera sin él.
Cazador de alcaudones.
En realidad, el que descubrió al ahorcado había sido Pepito Lorente. Esa misma mañana su padre lo despertó muy tempranito y bajó a la huerta a colocar trampas para cazar pajaritos. El niño era un experto cazador y sabía por experiencia que debajo del castaño entraba muy bien el alcaudón[2], una pequeña rapaz que encontraba irresistibles los gusanos. Los cazadores de alcaudones usaban unos que llamábamos doraos, que vivían debajo de tierra y eran duros y queratinosos (posiblemente fueran larvas tenebrio molitor, el escarabajo de los cereales) Recuerda Pepito que cuando veían al gusano retorcerse en la trampa se situaban en la copa del castaño y estudiaban el entorno para asegurarse de que no había enemigos a la vista. Sólo entonces se lanzaban en picado a por él bicho y ¡zas! Caían en la trampa. Pero se resistían ferozmente y había que atraparlos por detrás porque daban unos picotazos de hacer sangre. Los pajaritos se comían fritos, al ajillo. A Mariquita le gustaba bastante comer alcaudones, hasta que un mal día convenció a su hermano Mané para que le llevara de cacería…
…se me ocurrió darle la tabarra a Mané para que me llevara con él a cazarlos. Se resistió durante mucho tiempo, pero acabó cediendo. Ese día me levantó a las cuatro de la madrugada y nos dirigimos a la huerta de José a poner las trampas. Y allí estuvimos escondidos y en silencio hasta que los dichosos pájaros empezaron a caer sobre ellas. De inmediato Mané se levantó y corrió a liberar a los bichos de las trampas. Aún estaban vivos. Uno por uno mi hermano los estrellaba contra el suelo y a mí me dio un pasmo. Tanta crueldad fue demasiado para mis ojos. Mientras me secaba las lágrimas, Mané me repetía, como justificándose: ‘Si yo no quería que vinieras, que eres una llorona y una gachas’. Ni que decir tiene que nunca más probé los pajaritos. Tampoco ayudé a pelarlos.
Pues a pesar de los pesares de Mariquita, Mateo Porto recuerda que Mané devoraba hasta los huesecillos; y Aquilino provocó un incendio en la huerta de José cuando hizo una hoguera para asar sus pajaritos ensartados en un palito, como si fueran espetos de sardinas. De todos modos, avanzando la década hubo niños que usaron escopetas de perdigones para cazar pajaritos. Recuerda Javi Román que un día andaba por la huerta con Pepe, el de Leonor…
…y disparó un perdigonazo a una chumbera. Y me dice Pepe:
–¿Has visto el agujero? Pues mira ahora– Cargó de nuevo la escopeta. Apuntó y disparó.
– ¿Qué te parece?– me dijo todo lleno de orgullo.
¡Era la leche! El tío había colado el segundo disparo por el mismo agujero. Aún andaba yo cavilando sobre semejante destreza cuando me desveló el misterio: en el segundo disparo no iba ningún perdigón… y es que a cierta edad uno es así de iluso e ingenuo, y se lo cree todo. [Cierto, Javi, pero unos erais más ilusos que otros]
Cuenta Pepito Lorente que encontró al ahorcado mientras colocaba sus trampas debajo del castaño. Y se pegó tal susto que las abandonó y salió corriendo como si el diablo le persiguiera. Quedó tan impresionado que se encerró a cal y canto en el cuartito que tenía para él solo en su casa, al lado del gallinero, y no salió hasta que escuchó la algarabía que se formó más tarde, cuando la gente acudía en tropel para ver al hombre del castaño. Sólo entonces, cuando el chiquillo percibió que estaría rodeado por el personal, salió de su casa y se sumó a la fiesta.
Esa noche, y durante una buena temporada, servidor no se atrevía a dormir con las manos fuera de la sábana porque en el armario había un cadáver –fue entonces cuando me tranquilizaba oír el zumbido de los abejorros en una caja–. Pepito Lorente no volvió a poner trampas debajo del castaño. Juanito Jurado, Chechita y Pepe Anita no volvieron a rondarlo. Por fin ese año las castañas tuvieron ocasión de madurar y caer al suelo, y los alcaudones volaron libres por la huerta de José, el padre de Tobalo.

[1] A veces eran enemigos, sobre todo cuando algún grupo de niños de Terrones venía a nuestro barrio buscando a uno de nosotros para darle una paliza porque había mancillado el honor de la hermana de uno de ellos; y como el fulanito (lo siento, no tengo autorización para nombrarle) se refugió cobardemente en su casa, pasaron por las calles llamando a las puertas o tirando tierra y piedras dentro de las casas.
[2] Lanius senator, un precioso pájaro, pequeño rapaz de cabeza rojiza, antifaz negro y poderoso pico.