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Sisadores de vino

La parroquia, como decimos, era lugar de encuentro. En el centro se desarrollaron cientos de actividades muy atractivas y sirvió para atraernos a la iglesia. Una vez en su entorno se celebraban las catequesis que preparaban comuniones y confirmaciones; se reunían los jóvenes de Acción Católica con el padre Béjar o sus ayudantes, para hablar de los propósitos de vida cristiana que tenía cada uno, y se hablaba de experiencias vitales en relación con un correcto comportamiento cristiano, se adoptaban compromisos semanales, etc. Convivieron grupos de jóvenes católicos, estudiantes y obreros, (JEC y JOC [1]), que cada grupo tenía su ámbito de influencias para propagar el testimonio de vida cristiana.

Tomábamos al asalto la secretaría de la parroquia. Rafalito Carrasco, Luis H. De Loma, Agusti Cantero, José Carlos Varea y Milan. Sentados: Mari Lesmes y Pepito Lorente. Foto cortesía de Luis H. de Loma.

El padre Béjar se rodeó de colaboradores para llevar a feliz término su labor de catequesis. Por supuesto, chicas para las niñas y chicos para los niños. Entre ellas estuvieron Fina Navas, Celsa Coiduras, Mari Lesmes, Mª Angus y Mari Carmen López Peña… que recuerda:

Cuando Mari Lesmes, dejó lo de Acción Católica, el cura Béjar delegó en mí. No me lo creía, y, además, me sentía incapaz de llevar adelante lo que ella hacía. Pero, mira, tuve la gran suerte y fuerza para seguir con algunos grupos. Uno de ellos era el de Angelines Acosta, Mari Nieves Lesmes, Mari Carmen Mancilla, Maribel Lorente. Fue muy gratificante, hacíamos actividades de servicio a los demás e intentábamos ser mejores cada día siguiendo una dinámica de reuniones y convivencias.

Tampoco puedo olvidar otra época en la que había un grupo de la JOC que necesitaba ayuda. Pasábamos el tiempo con ellos intentando entablar amistad, conocer sus problemas y que se sintieran arropados de alguna manera (¡ojo! como amigos, que éramos muy castos)

Un poco antes de lo que cuenta Mari Carmen, servidor recuerda que tenía las reuniones los sábados a las 18:00 horas, justo cuando empezaba Viaje al fondo del mar, una serie de TV que relataba las fantásticas aventuras del Seaview, un submarino nuclear experimental –americano, por supuesto–, que atravesaba los mares al mando del capitán Lee Crane y llevaba a bordo a su diseñador, el prestigioso almirante Harriman Nelson. Salían monstruos mutantes, catástrofes naturales, insidiosos comunistas, y los problemas siempre se solucionaban, en medio de enormes averías, con una descarga de electricidad a través del poderoso casco, o disparando un misil nuclear para disipar las malignas auroras boreales de rayos cósmicos. Servidor lo tuvo muy claro: en lugar de reuniones en la parroquia, me iba a ver las aventuras del Seaview a casa de Rafalito Carrasco Morón[2]. Así que, en el fondo, puede que mis problemas de fe se derivasen de esta elección luciferina.

La oficina del cura párroco, a la izquierda de la puerta principal de la iglesia, era otro lugar que tomábamos al asalto, ¡qué paciencia debió tener con nosotros el padre Béjar! Don Antonio Torrejón, el curita joven, nos mantenía un poco más a raya. Allí se guardaban los libros oficiales de bautizos y casamientos. En ocasiones nos tenían que echar de la oficina para poder atender con discreción a los feligreses, porque a veces había que bautizar a un niño de padre irresponsable y no era cuestión comentar tal cosa en público, que entonces era un estigma para la chica… mientras que para el padre no lo era y podía seguir con su vida como si tal cosa, por supuesto.

Cuando el cura Béjar se ausentaba de la iglesia, para cumplir con las obligaciones propias de una parroquia extensa, dejaba dicho donde poder localizarle en caso de necesidad –nunca se sabía cuando había que dar una extremaunción, por ejemplo–, y para ello se buscó una tablita que colgó en la puerta de la secretaría. En letras autoadhesivas de una cinta DYMO decía “El parroco se encuentra en…”, y aquí se abrían varias posibilidades: podía estar en su casa, en el colegio de las Adoratrices, visitando al arcipreste, en el dentista, qué sé yo. Don José, antes de salir, siempre dejaba una señal pinchada junto al sitio donde poder buscarle. ¿Qué hacían los malvados muchachos, hoy respetables profesionales? Evidente-mente, cambiar de sitio el pincho, de forma que jamás se sabía a ciencia cierta donde localizar al párroco. Cuando don José Béjar volvía y comprobaba que le habían cambiado el localizador montaba en cólera… hasta que acabó quitando el invento porque, al fin y al cabo, debió pensar que para qué entrar en tantas batallas con aquellas almas inquietas… por llamarlos de alguna manera amable.

La propia puerta de la iglesia se convertía en punto de reunión… a veces peligroso punto de reunión, porque en una ocasión se descolgó el badajo de la campana y alcanzó a un chico que se llamaba Rafael Pacheco. Afortunadamente sólo le debió rozar porque si le alcanza de lleno lo mata. Paquito Inniagaraga recuerda que en la puerta de la Iglesia nos entreteníamos con una actividad que sacaba al cura de sus casillas. Consistía en coger la cuerda que servía para tañer la campana. Esa cuerda tenía en el extremo una argolla enorme que ayudaba a tocarla con facilidad cuando había que llamar a misa o a muertos, y solía descansar en un enorme clavo que había en la pared, detrás de la puerta. Sacábamos la argolla y la cuerda de su lugar, y con ella en la mano nos íbamos al otro lado de la puerta y la lanzábamos en parábola para intentar meter la argolla en su clavo. Evidentemente, los alrededores estaban llenos de abolladuras y desconchones, y cuantos más había, mayor eran el enfado del padre Béjar y su coadjutor, don Antonio, el curita joven. En consecuencia, el jueguecito había que hacerlo sólo cuando los curas no estaban.

El peligroso tic de Palomino.

Antonio Palomino era un fotógrafo que vivía por el Mixto, y llegó a ser uno de tantos personajes entrañables del barrio. Siempre con su motocicleta y su cámara en ristre, atento para cubrir los innumerables bautizos, comuniones y bodas que se celebraban en Villajovita (Juan Jurado, padre de José Manuel, Juanito, Bibi y Mercedes, le hacía la competencia, aunque Juan se dedicó más a los eventos del Casino) Y no les debía faltar trabajo porque por entonces todas las criaturas se bautizaban, hacían la primera comunión y se confirmaban con el señor obispo; y luego, por supuesto, se casaban como Dios mandaba. Y todos estos acontecimientos se fotografiaban. Por eso Palomino solía rondar la secretaría de la parroquia, para enterarse de las fechas y no perder ocasiones de trabajo. Chechita y Paco Díaz Inniagaraga le conocían bien porque el primero tenía una cámara de fotos que disparaba 72 con un carrete de 36; era la envidia del personal (por lo menos de Luis Hernández de Loma y de servidor)… el problema era reunir el enorme capital para revelar y positivar esa cantidad de copias. Pero, como aún conservaban varias neuronas, se buscaron las vueltas y acordaron con Palomino que ellos mismos le ayudaban a revelar sus copias, y así les salía algo más barato. De forma que Chechita y Paco, a fuer de trabajar con él bajo la tenue luz roja, le conocían un poquillo; lo suficiente para saber que el bueno de Palomino tenía un tic muy curioso: cuando le tocaban la cintura con un dedo disparaba la mano libre (la que no sostenía su cámara) como un resorte y si pillaba a alguien cerca le arreaba un bofetón incontrolado y súbito. No era una cuestión de repeler la agresión porque le fastidiara, era algo que no podía evitar, como el reflejo del martillazo en la rodilla… era simplemente un movimiento convulsivo producido por la contracción involuntaria de uno o varios músculos. ¿Qué pasó? Pues, viniendo de la mente luciferina de aquellos chicos, nada bueno. Estudiaron con parsimonia científica la mecánica del tic de Palomino… y vieron que, si se pulsaba a la altura de los riñones, el brazo derecho –porque el izquierdo solía sujetar su cámara– hacía tal giro súbito a tal altura… y esperaron la ocasión propicia para poner a Palomino en la situación más embarazosa. En un corro de gente, en la puerta de la secretaría, cuando se dieron todas las circunstancias, Chechita pulso bruscamente los riñones de Palomino. Palomino, cual reflejo Paulov, lanzó su brazo derecho en la trayectoria parabólica prevista, con el ángulo adecuado… en dirección a la cara del padre Béjar. ¡Y cuando faltaban dos dedos para el impacto, el pobre Palomino pudo darse cuenta de lo que iba a pasar y logró frenar la trayectoria! El cura no lo podía creer. Palomino se deshizo en disculpas –al fin y al cabo, era el patrón que le proporcionaba su sustento–, y en contundentes amenazas para Chechita y Paquito Inniagaraga, los ingratos que se desternillaban en un rincón… Dicen que al padre Béjar no se le quitó la cara de pocos amigos hasta después de la misa de ocho.

El vespino de Burón.

Y allí mismo, junto a la puerta de la iglesia, era donde don Francisco Burón Valentín, el padre de Mari Carmen y Patri Burón –dos niñas guapísimas que provocaban demasiada ansiedad a unos cuantos que no se dejan citar– aparcaba su motocicleta con una garrafa de vino de misa atada al sillín trasero. ¡El pobre!

El señor Burón además de proporcionar el vino para el santo sacrificio, era el barbero que nos pelaba de casa en casa. Yo no sé qué le veían mis padres a este hombre, que le tenían una fe inquebrantable, y cada mes visitaba mi casa para dejarme pelado y más feo de lo que comúnmente servidor era. Me sentía tan mal después de pelado que me encerraba en el cuarto de baño durante horas, hasta que se pasaba la sofoquina –en realidad no podía encerrarme porque sólo teníamos una cortina para preservar la intimidad–. El hombre usaba unas tijeras especiales para entresacar y dejaba los pelos muy cortitos y sin volumen. ¡Horroroso! El otro barbero que teníamos en el barrio era Juan Fernández, que tenía su barbería cerca del chalet de doña Jovita. Siempre tenía las manos frías, pero pelaba con delicadeza. Su mujer, la entrañable África Ragel, era gangosa y regentaba una panadería allí mismo.

José Carlos Varea (Rivilla) recuerda que Paco Burón cometía invariablemente el mismo error: dejaba su motocicleta, con la garrafa de vino de misa, aparcada en la puerta de la iglesia, justo donde los adelantados Mané y el propio Rivilla esperaban como buitres a que se metiera en la oficina del cura párroco –Luis Hernández de Loma y algunos otros lo sisaban directamente de la sacristía, por aquello de cobrarse sus servicios de monaguillo: non apoquinatum est[3]–. Mané era el que había horadado a todo lo largo los tabiques de una cañita fina y larga, para que sirviera a sus aviesos propósitos. Sacaban el tapón de la garrafa, introducían la cañita, se apoyaban en la moto y sorbían de forma disimulada mientras miraban al tendido como si no pasara nada… ¡Surb! ¡Surb! Y así iban pasando uno detrás de otro, libando el vino que no llegaba a ser un moscatel, lo recuerdan más cercano a una solera poco seca. Luego, cuando el vigilante daba la voz de alarma, taponaban la garrafa y listo. Se marchaban tan contentos –nunca mejor dicho– y el pobre señor Burón apenas podía entregar vino al padre Béjar. Y si alguno de estos sinvergüenzas se atrevía a insinuar que tal acto era pecado, como en rigor debía serlo, lo habrían corrido a pedradas. Porque una cosa era la teoría que se hablaba en las reuniones místicas, y otra cosa era lo cotidiano, real como la vida misma. No confundamos.

Otros, como Javier Spiteri Pelayo, tuvieron menos suerte porque el padre Béjar le sorprendió una vez sisando el sabroso vino de misa. Y cuando el padre Béjar se cabreaba era temible. Le debió echar una bronca enorme, y el malvado Spiteri –que era un niño del Mixto– no tuvo otra ocurrencia que echar azúcar en la gasolina del vespino que usaba el cura. Dicen que hoy día está recuperado para la sociedad, pero entonces, a pesar de su carita angelical, el niño era temible.

Salón parroquialCap. VIIILas primeras dudas

 

[1] Entre los chicos de la JOC estaban Pedro Roldan, Antonio Gómez Picaso, Felipe, Tomás y Pepe Cabillas, Rodolfo Campaña, José Luis Merino, Mª Carmen López Peña, Manolo Ortega, Juan Moreno, etc. etc.  

 

[2] Los Carrasco Morón eran tres hermanos: José María (algo mayor que nosotros, que fue un extraordinario portero de balonmano), Rafalito (Fufito) y Rogelia, hijos de José y Pilar  

 

[3] ‘Non apoquinatum est’ significa ‘Esto no está pagado’.  

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