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Sin problemas de psicomotricidad

En los años 60 no se había inventado la psicomotricidad. Tal cosa extraña debió surgir más adelante, justamente cuando los niños dejaron de subir a los árboles, correr detrás de otros o pelearnos a pedradas, tal vez dejaron de hacerlo porque los mayores talaron los árboles, cubrieron la playa de adoquines y usaron las piedras para hacer vergonzantes muros. No, no hizo falta inventar entonces la psicomotricidad porque todas las tardes nos tocábamos físicamente, es decir, entrábamos en contacto, piel con piel; nos relacionábamos aceptando reglas consensuadas o rompiéndolas, que casi era más divertido, y corríamos, sobre todo corríamos sin parar. Y, a propósito de correr, no recuerdo que Pepito Lorente fuese un niño especial-mente veloz, pero era tenaz. Cuando jugábamos al coger o a tula (tú la llevas), el niño elegía una víctima y la perseguía con saña, sin importarle que al principio se le escapara. Él insistía en perseguirla hasta que la agotaba y se dejaba pillar. Y eso que aún no ponían documentales y no sabíamos que así cazaban las leonas, que no se desvían de la víctima elegida.

La calle Góngora terminaba abruptamente y caía en pendiente hasta el arroyo de Fez. Las primas Isamari y Maripili jugando a la comba junto al borde final de la calle. La foto es de Isamari López.

Las niñas tenían una gama enorme de juegos, unos con cuerda y canciones, en otros pintaban cuadrados en el suelo con un trozo de yeso y saltaban siguiendo ciertas reglas. Y también jugaban –como todos los chicos y chicas de todas las edades– a llamar a las puertas y salir corriendo. Paqui Mora –una de las pequeñas que fueron invisibles hasta que cumplieron quince años– recuerda que la pobre Anita la Gorda, que vivía al lado de la tienda del señor Pino (más tarde del señor Campaña), era la que se llevaba la peor parte en este jueguecito: todos buscábamos llamar a su puerta porque se enfadaba muchísimo. En suma, todas las actividades que hoy vemos basadas en concienzudos estudios sociomotrices, eran entonces cotidianas y espontáneas. No era mérito de nadie, fue el tiempo que nos tocó vivir, simplemente.

¡Melastiro!

En un momento dado, cualquiera levantaba la mano y lanzaba un grito: ¡Melastro! Eso quería decir que proponía jugar a melastro, palabreja derivada de me las tiro –que venía a significar que iba a saltar de cierta manera–. El que proponía el juego era automáticamente la madre, el primero en saltar. El último que llegaba amochaba junto a una raya trazada en el suelo, es decir, se tenía que agachar, manos o codos en las rodillas, para que los demás saltaran por encima de él –apoyando las manos en la espalda solamente– sin pisar la raya y sin rozarle. Y justamente para que la cabeza no sufriera tenía que protegerla entre las piernas, si no lo hacía se le avisaba diciendo la cabeza en la olla. La madre proponía un salto y todos debían igualarlo. Si alguien lo mejoraba pasaba por delante. Al principio, cuando el amochado estaba cerca de la raya, se saltaba con un meslatiro simple, es decir, de un solo vuelo. El último debía decir melastiro y muda para que el amochado se alejara de la raya un paso (más o menos medio metro) ¡Cómo se olvidara decir muda, le tocaba amochar junto a la raya, y se comenzaba! El que rozaba al amochado, amochaba a su vez. Pero, claro, cuando la víctima estaba a metro y medio o dos era más difícil dar un salto sin tocar la raya, volar esa distancia, tocar con las manos en la espalda del que amochaba y superarlo sin rozar. Cuando no era posible hacerlo, o la madre era un cagueta, decía melastro en un saltito o una media. Es decir, haciendo un apoyo en mitad de la distancia (con un solo pie era una media, los pies juntos era un saltito) Saltar en un bollito era acercarse al amochado en tres apoyos, diciendo pico (dos pies juntos), panza (con los pies abiertos) y pico (de nuevo juntos) El juego tenía sus matices y variaciones porque si la madre mantenía alguna rencilla pendiente con el que amochaba, podía aprovechar y decir: melastro con tablón, palique y culá. Los tres parámetros a la vez era el peor castigo para el amochado porque todos debían repetir lo mismo y el pobre niño terminaba baldado. Tablón era golpear con fuerza la espalda del amochado, con las manos, al pasarle. Palique, era darle al pasar, durante el salto, una patada en el culo, con el pie derecho. Y culá, era dejarse caer encima de la espalda para arranarlo, es decir, para rendirlo y hacerle caer. Si se hacía con saña, y los había inmisericordes, venía a ser una venganza completa… que, si la ejecutaban Morant o Pepe Anita, era de cuidado.

Melastiro era, tal vez, el juego más popular y se prestaba a enormes discusiones porque muchas veces el amochado no oía la muda del último, o decía que había tocado la raya, fuera cierto o no, y se armaba. Rafalito Carrasco era un porfión incansable y recuerdo que le gustaba discutir con servidor a grito pelado en la placilla, junto a la parada del autobús.

Melastiro era un juego de competencia individual que refleja fielmente para qué sirve el juego entre los mamíferos. En este caso los cachorros humanos reproducen la lucha por superar el status social, profesional o ambiental que encontrará el adulto –actualmente niño–. Exactamente lo mismo que hace cualquier especie gregaria como lobos o chimpancés. Observar una jaula de monos o de lobos, y un juego de melastro, con mirada de etólogo, sociólogo o antropólogo debe ser apasionante. Veamos.

El cachorro humano, futuro adulto, podía partir de la peor posición del juego, estar amochado. Pero si estaba alerta y detectaba el mínimo error de los demás, es decir, si le rozaban, pisaban la raya, o no decían muda, entonces escapaba del último escalón social. ¡Pero incluso si era osado y mentía con convicción y era capaz de mantener, con amenazas, gritos o como fuese, su mentira, conseguía salir! De ahí las discusiones entre servidor y Rafalito Carrasco a voz en grito cuando no existían argumentos convincentes. Una vez en los saltos, sólo había que escalar posiciones en el status hasta alcanzar al líder, el primero de la manada, la madre. Y eso se hacía con osadía y arrojo, saltando más que los predecesores. Con un buen salto directo se podía superar a todos los que saltaran con una media o un saltito. Hasta dar la última embestida y ganar el puesto de la madre. Es decir, exactamente igual que se hace en cualquier grupo social de humanos adultos. Los lobos no lo harían mejor que nosotros.

Un submarino de andar por casaCap. X¡Pingo número uno!
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