Y junto al Escalón de Mané, frente al llano de Mariquita, algunos niños alquilaban por una perra gorda sus tebeos del Capitán Trueno, un cruzado español que con sus amigos, el forzudo y comilón Goliath y el delicado Crispín, recorrían, espada en mano, tierras de infieles soñando con reunirse en el frío norte con su amada, la rubia princesa Sigrid de Thule, ¡y jamás conseguían casarse porque a los malos les encantaba secuestrar a Sigrid para que su héroe tuviera que rescatarla una y mil veces!

Los tebeos del Jabato [1] eran un calco del anterior y relataban las peripecias de un guapo paladín celtíbero hispano contra romanos y cartagineses. Recorría extrañas tierras con dos amigos, el bigotudo y forzudo Taurus, y Fideo de Mileto, un poeta griego que martirizaba a Taurus cantándole pésimos versos con una lira. La heroína, eterna novia del Jabato, era Claudia, muchacha romana de buena familia que, por supuesto, se había hecho cristiana, como debía ser. Otro típico ejemplo que seguía el mismo esquema era el Cosaco Verde, pero tenía menos aceptación.
Los protagonistas de los tebeos de Hazañas Bélicas eran los soldados aliados que lucharon en la Segunda Guerra Mundial. El sargento Gorila era el protagonista, un tío muy bruto pero buena persona en el fondo. El autor (Guillermo Sánchez Boix) se esforzaba en destacar los valores humanos de los hombres a pesar de la guerra. A servidor le entusiasmaban los dibujos tan detallados que hacían de las armas y demás artefactos bélicos. Por supuesto, los buenos eran siempre los aliados, pero a veces los alemanes se convertían en buenos, y eso ocurría cuando luchaban contra los luciferinos rusos por aquello de que eran rojos y ateos; y así se entendía estupendamente que nuestros soldados de la División Azul también fueran buenos aliados.
Servidor poseía tres cuadernos apaisados de El Hombre Enmascarado [2] que eran una rareza. Pertenecieron a los hermanos de mi madre cuando eran niños, por los años 40. Cuando servidor caía enfermo y tenía que guardar cama, quisiera o no, hiciera falta o no, mi madre me los sacaba porque los cuidaba como oro en paño, y me los leía incansablemente, una y otra vez. Esos tres cuadernos nunca se alquilaron en las rifas y sólo algunos privilegiados como Pepe Anita tuvieron ocasión de verlos, señal de que me visitaba en las aburridas tardes de enfermedad… ¡qué lo mismo era eso lo que le atraía a mi lecho del dolor y no una cortesía solidaria!
A José Carlos Rivilla le entusiasmaban los tebeos de El llanero solitario que leía en casa de José Manuel Quintana, el hijo del practicante de la lambreta. Aquilino leía una colección de Flash Gordon que pertenecía a su tío. Estos eran la mejor ciencia–ficción del momento. Los paisajes planetarios y el diseño de las naves interplanetarias eran fascinantes [3]. Por su lado, Maribel Melgar recuerda que ella leía unos Cuentos de Hadas, bien encuadernados, que tenía su abuela Lola. Los leía una y otra vez, incansablemente; hasta que un buen día se lo cambiaron a Abdelkader, el moro del cambio, por cualquier cosa. Y Rosi Sentís tenía pasión por Claro de Luna y las aventuras del Dúo Dinámico, ambos en formato apaisado, como el Jabato y el Capitán Trueno de la primera época.
Pero los mejores tebeos eran los de Superman. Servidor los leía una y otra vez, no importaba. Por leer un superman te pedían hasta dos reales porque eran gorditos y muy solicitados, y estos aprovechados ya se habían aprendido el asunto este de la oferta y la demanda. Había niños empresarios permisivos como Chirri que les daba igual que uno alquilara el tebeo y otros dos lo leyeran por encima del hombro, porque sus tebeos olían a meao de gato y no tenían mucha aceptación. Pero había niños como Pepe Anita y Pepito Acosta que tomaban a Mané como ayudante para que vigilara el buen cumplimiento de las condiciones del alquiler. Es decir, que nadie leyera por encima del hombro. Mati Acosta recuerda que su hermano sisaba, a ella y a sus hermanas, los muñequitos, y todo lo susceptible de envolverse en un papelito, para venderlo a perra gorda en la rifa. Claro, las niñas se enfadaban mucho cuando descubrían sus tesoros en manos de extraños. Otra cosa que hacía el inquietante Pepito era fabricar licor de regaliz disolviendo una barrita que le costaba una perra gorda en un litro de agua, luego vendía cada vasito precisamente a una perra gorda y, claro, le sacaba a la pócima unas ganancias enormes. Beneficios que luego dilapidaba con Pitoño en otros barrios y otros menesteres.
Recuerdo que Antonio –hermano de Mariquita y Mané–, Juanlu, Morant y Aquilino también ponían sus rifas. Y cuando eso pasaba, todos nos aplacábamos, dejábamos de correr y leíamos con fruición en el Escalón de Mané, en el portón o tirados por la acera. Cierto que no eran grandes relatos, ni obras maestras, pero leíamos por voluntad propia y nos ayudaba a imaginar lugares lejanos y a vivir intensamente las aventuras de los personajes, aunque nos costara una perra gorda. Y, estoy seguro, esos ejercicios de imaginación, propiciaron lecturas más intensas.
[1] El guionista de El Jabato fue Víctor Mora, y su dibujante Francisco Darnís.
[2] El Hombre Enmascarado se editó por primera vez en Estados Unidos en 1936. La heroína era Diana y le acompañaba Lobo.
[3] Los relatos gráficos sobre Flash Gordon, la mejor ciencia–ficción de entonces, fueron creados por Alex Raymond en 1934. Narra las aventuras de Flash, un jugador de polo estadounidense, a quien los azares del destino y un científico loco (el Dr. Zarkov) llevan, junto a Dale Arden, al planeta Mongo, donde lucharán contra el dictador local, el tirano Ming que pretende conquistar la Tierra. En sus aventuras, deberán encontrar sus aliados entre los pueblos oprimidos de Mongo.