Un patético relato de ignorancia.
Fue fantástico sentir las mariposas en el estómago, pero no todo fue romanticismo. Hubo que vencer a la ignorancia con nuestros propios medios, amueblar las entendederas a fuerza de dolor…
… cuando tenía trece o catorce años era más tonta y más inocente que un cubo. Para mí un acto impuro era besar a un niño en la boca. No tenía ni la más remota idea de sexualidad; hasta que fui mayor, pero muy mayor, no supe que los hombres tenían erecciones ni para qué servía aquello. Y cómo no tenía ninguna, pero ninguna información, ¡no podía imaginar nada!
El único pensamiento impuro era imaginar que besaba al niño que te gustaba; era lo más de lo más. Y eso que yo tenía hermanos pequeños, y para mí no era ninguna novedad la diferencia genital entre los sexos. Pero lo veía algo muy natural. Yo cambiaba los pañales a mis hermanos –cuando eran bebés– e incluso les enseñaba a hacer pipí en el water. Era todo tan natural que jamás de los jamases pensé nunca, ni se me pasó por la imaginación, aunque fuera por un momento, que la colita de los niños sirviera para algo más que para hacer pipí.
Y, que yo sepa, y por lo poco que he hablado de estos temas con mis amigas o compañeras, las niñas de mi generación eran todas más o menos como yo. Fíjate hasta dónde llegaba mi ignorancia, que cuando tuve el primer periodo creí que me estaba desangrando, y me daba vergüenza decírselo a mi madre porque era justamente ahí. Pero como aquello no paraba, pues se lo tuve que decir; y ella muy tranquila me dijo: «No te preocupes, hija, que eso es porque ya eres una mujer». Y me explicó cómo controlar higiénicamente la situación. Y punto. Yo pensé «bueno, pues ya soy una mujer» y creí que aquello era una única vez en la vida, y que esa era la forma en que la naturaleza me indicaba que ya no era una niña –cosa que no me gustó ni un pelo, por cierto–. Pero, al cabo del tiempo –naturalmente, sería un mes–, ¡me volvió a pasar lo mismo!… ¡Pero, otra vez! Pensé yo. ¡Si ya soy una mujer!… Y, con gran preocupación, y pensando que aquello era una enfermedad terrible, volví a decírselo a mi madre. En esta ocasión mi madre se empezó a reír –pero riendo que no se podía parar– y por fin me dijo: “Pero ¡qué infeliz! ¡Pues claro!
¡Eso te pasará todos los meses!” Y yo le pregunté: “¿Pero todos, todos, todos los meses?” Y ella me contestó que sí, que, a partir de ahora, todos los meses durante toda la vida… Dios, ¡¡¡qué horror!!! Ese fue uno de los primeros días de mi vida en que sentí una amargura que nunca había sentido antes… porque fui siempre una niña de lo más feliz.
Si las niñas de los 60 estaban instaladas en la más pura ignorancia, los niños no andábamos a la zaga. Servidor recuerda que corría por la calle una línea de pensamiento que consistía en creer, eso sí, que los niños se fabricaban en la cama, entre hombre y mujer, haciendo sus cosas, pero que se encargaban por trozos… Es decir, una noche se aplicaban en fabricar las piernas del bebé, otra la cara y los ojos, otra la cabeza, etc. Y claro, había que dosificar con mucho cuidado la inoculación de semen porque si el padre se pasaba nacía un niño cabezón, u orejudo… ¡Y así supimos que el padre de Bibí se excedió ampliamente la noche que trabajaron la cabeza del niño! Por ejemplo.
Hoy estas historias resultan increíbles, puede que sean patéticas. Pero en los años 60 ¿quién informaba a los niños y adolescentes sobre cuestiones sexuales? ¿Nuestros padres que lo tuvieron que aprender todo en peores condiciones y para quienes el sexo era un auténtico tabú? ¿Nuestras madres para las que, en la mayoría de los casos, el sexo era una pecaminosa y sucia obligación, y una pesadilla porque no conocieron un puñetero orgasmo en su vida? ¿O los curas con voto de castidad y que, a pesar de su teórica ignorancia, se erigían en poseedores de una información sesgada y filtrada por el pánico que el nacionalcatolicismo tenía al sexo y la misoginia innata en la propia iglesia? No. Ninguno de ellos nos informaba. El conocimiento parcial, deformado y erróneo lo encontrábamos en la calle… y, por supuesto, lo aprendimos por propia experiencia. Y algunos adelantados –puñeteros, envidiados y fanfarrones–, por experiencias con niñas de otros barrios.
La iglesia, instalada en el centro del sistema educativo de España (que era una unidad de destino en lo universal, reserva espiritual de occidente y martillo de herejes) no informaba, ni educaba sobre cuestiones sexuales, simplemente prohibía y mentía para mantener nuestra pureza e inocencia, en el intento de que llegáramos al matrimonio –católico, por supuesto– vírgenes y en la más completa ignorancia. En caso contrario los voceros nos avisaban seriamente de que la masturbación llevaba a la ceguera y que la médula espinal y la materia gris se iría secando hasta convertirnos en seres depravados. Literalmente así se decía en los ejercicios espirituales que nos ofrecían los curas del instituto cuando llegaba la Semana Santa. Aunque lo parezca, no es ninguna broma. Si el poder es la capacidad para modificar comportamientos, la iglesia ejerció un poder enorme e incontestable con estas simplezas que hoy parecen insultos a la inteligencia.
El miedo a morir en pecado mortal y, en consecuencia, a ser condenados a los tormentos del infierno, eran temores reales e inmediatos. Se palpaba y se convertía en una coacción emocional insuperable para muchos niños. Chari Lara recuerda una historia que contaba el cura del instituto para ilustrar la necesidad de estar siempre preparados. Contaba el sacerdote que un señor feudal de vida disoluta –vida disoluta consistía fundamentalmente en faltar al sexto y noveno mandamientos– pero temeroso del castigo divino, pasaba su tiempo pecando alegremente entre dos de sus castillos. Pero, para la tranquilidad de su conciencia había hecho alojar en cada uno de ellos a un sacerdote, de forma que siempre que regresaba a uno u otro pedía la confesión de sus pecados y obtenía la misericordia del Señor y la absolución. Hasta que un buen día la muerte le alcanzó a mitad de camino, entre sus dos castillos, y de nada le sirvieron sus precauciones. Murió en pecado y se fue directo al infierno. Por eso, finalizaba el cura, había que estar siempre preparados, es decir, en gracia de Dios: bajo estricto control.
Proposición deshonesta frustrada.
De todos modos, entre los chicos, el instinto pudo más que cualquier corsé intelectual y emocional que nos impuso la educación. Es decir, el instinto, entendido como una conducta no aprendida, que se genera desde la propia genética y que se encamina a reducir tensiones vitales internas, anuló finalmente cualquier remordimiento posterior al pecado. Fue una cuestión de tiempo, de forma que el que más y el que menos, intentó pecar contra el noveno. ¡Y para una vez que servidor hizo una proposición deshonesta abiertamente, se enteraron la madre de la niña, la abuela, las amigas y, lo que fue peor, hasta el maestro! La señora madre de la niña vino por derecho hacia mí, sabiendo perfectamente lo que tenía que defender. Y servidor aguantó estoicamente la aproximación, asumiendo el fatal destino que se avecinaba. Junto a la puerta de Jeromín me echó una bronca notable y moralizante. Insistía en que esas cosas no se podían hacer porque la niña ya era mocita y pasa lo que pasa. Se estaba refiriendo a que podría quedar embarazada… pero ni se me ocurrió sacarla del error porque servidor sólo pretendía un conocimiento visual y geográfico de lo que era una niña mocita. Nada de cosas mayores, pero lo dejé estar porque había aprendido que de nada servía, en situaciones así, pretender argumentar a mi favor. En resumidas cuentas, la madre de la mocita me aseguró que al día siguiente se lo diría al maestro. Y eso era dramático. Servidor daba una imagen engañosa, y los mayores siempre me considera-ron mucho mejor de lo que servidor merecía, por eso el maestro dio por hecho que el instigador y culpable de la proposición deshonesta había sido el buenazo de Morant. Ciertamente, estaba en la conspiración, pero era inocente porque la idea y el acercamiento a la chica fue mío. Y cuando el maestro estaba a punto de propinarle la correspondiente paliza a guantazos, confesé mi crimen en un gesto de honradez que aún no me explico. El chico quedó exonerado de toda culpa y… bueno, al menos sirvió para que siguiéramos siendo amigos.
Pero en las chicas, una vez superado el éxtasis del primer amor y el romanticismo puro del primer beso, cuando la fuerza de la naturaleza llamaba a la puerta, la presión de los educadores (padres, curas y entorno social) fue insalvable en muchos casos…
…el 68 fue un año horrible en estudios, amistad y amores. Y, aunque me prometí a mí misma ser fiel y escribir la verdad de lo que pasara en mi vida, he podido comprobar que no fue así. Me acuerdo perfectamente que no sabía cómo dejar escritas las causas que provocaron mi ruptura con Ricardo[1], me refiero a las verdaderas causas; y saldé el asunto escribiendo esto: “En amores me ha ido fatal, he aprovechado una pequeña pelea para romper con Ricardo. Sé que me arrepentiré siempre porque considero que es y será el hombre de mi vida, pero creo que le falta algo…”
Pero, en honor a la verdad, a Ricardo no le faltaba nada, más bien le sobraba, ¿me entiendes? Yo me asusté de lo lejos que podía llegar esa relación en lo puramente sexual y viendo que corazón y cabeza no se ponían de acuerdo, decidí romper antes de que sucediera algo irreparable. Fue así.
La educación recibida por todos los encargados de dármela, padres, maestros y catequistas caló mucho en mí y puedo decir que llegué virgen al tálamo nupcial… y como he dicho muchísimas veces a lo largo de estos treinta y cinco años, ojalá lo hubiera probado antes, no me hubiera casado, te lo juro.
Cuando nació mi hija ya tenía claro que ni la Iglesia ni nadie, ni yo misma, le comería el coco como hicieron conmigo. Fue bautizada por presión familiar a la semana de nacer, pero no hizo la comunión y se casó civilmente…
Ella no pudo ser libre ni para escribir en la soledad de su cuarto. La educación recibida se lo impidió. La educación recibida tal vez le rompió la vida. Parece que la iglesia ha pedido perdón por los errores de dos mil años, que incluso ha rehabilitado a Galileo… Tal vez deberían pensar en la castración mental que ofrecieron a varias generaciones de españolitos.
[1] Ricardo es un nombre ficticio, pero la historia es real.