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¡Pingo Número Uno!

En el pingo también había que saltar, pero era un juego de equipos. Y formar equipos tenía un ritual estricto y muy razonable que todos seguíamos a rajatabla. ¡Es curioso! Pensándolo hoy día resulta un poco sorprendente. No teníamos un árbitro –o un monitor que ejerciera una autoridad reconocida por todos– y, sin embargo, éramos capaces de autogestionar las reglas y los juegos en mitad de una aparente anarquía.

Cuando se planteaba un pingo (o cualquier juego de equipos, sobre todo en el fútbol se actuaba siempre así), enseguida salían dos líderes que serían los encargados de seleccionar a sus jugadores. Y para que los grupos fuesen equilibrados –no era lo mismo un equipo de Moranes y Pepotes que uno de Juanitos y Milancitos– los líderes elegían alternativamente. Pero ¿quién empezaba? Porque siempre había un niño que marcaba la diferencia y tenerlo en sus filas era buena garantía de éxito. Lo más simple para ver quién empezaba a elegir era el chinito oculto en una de las manos, el que lo encontraba comenzaba. Pero también se usaba un ritual llamado echar pie, que consistía en que los dos líderes se acercaban dando pasitos cortos; tacón de un zapato en contacto con la puntera del otro, de forma que el que metiera el último zapato entero perdía. El ganador debía trazar con su zapato una franja en el suelo, entre las punteras, y ese elegía al supuesto mejor hombre para su equipo. Había muchos niños muy buenos en todos los juegos, a esos se los rifaban. Pero los malos siempre nos quedábamos los últimos y con la dignidad por los suelos, ¡y aún podía ser peor si quedabas desparejado porque entonces te quedabas sin jugar y, encima, con cara de tonto!

En el pingo se formaban dos equipos con el mismo número de individuos. Y como en muchos juegos de competición se imponía una condición de desigualdad inicial para uno de los bandos: uno amochaba y otro saltaba y se exhibía. La competición consistía en invertir la situación. Existía una especie de árbitro, la madre, que vigilaba el juego. La madre se apoyaba contra la pared y uno de los equipos amochaba en fila de forma que la cabeza del primero se apoyaba en la tripa de la madre, la cabeza del segundo entre las piernas del primero, etc. Los miembros del otro equipo iban saltando para caer encima de los amochados y quedar en equilibrio. El primero debía decir antes de saltar Pingo número uno, y cada uno su numeral correspondiente. En teoría cada saltador debería caer encima de su par, más que nada para que sus compañeros hicieran lo mismo. Pero si la fila era de cuatro o cinco niños amochados, alcanzar de un salto al primero era muy difícil porque se llegaba desequilibrado. Si alguno de los que había saltado tocaba el suelo, perdía el equipo entero y les tocaba amochar. Una vez todos encima y en equilibrio, el primero recitaba el sortilegio: “Puño (o churro), taina (o tenia), mediamanga o mangantera”. Y bajo la mirada de la madre, ponía la mano derecha sobre el puño, muñeca, codo u hombro izquierdos, que correspondía a cada uno de las palabras de la fórmula. Si el primer amochado acertaba donde estaba la mano, ganaban el juego se cambiaban las tornas. La madre servía de testigo.

Éste no era un juego individual que preparaba las cosas para superar un status. No, aquí se ensayaban estrategias de grupo y se generaban solidaridades que comenzaban en la misma elección de los miembros del equipo, porque si el líder estaba enemistado con el mejor de todos los posibles jugadores, no le dolían prendas y le elegía, que una cosa no quitaba otra. Y, además, el jugador actuaba en buena lid y solía ser el comienzo de nuevas y mejores relaciones. La estrategia más clara en este juego era cargar contra el más débil de los amochados para arranarlo, de forma que todos procuraban caer encima del pobre, incluso montarse encima de un compañero propio. Era cuestión de tiempo rendir al que le tocara, y no hacía falta que saltaran todos ni llegar a recitar el sortilegio.

Y, como en todos nuestros juegos, si las niñas estaban cerca, o se sentaban a observar y a reírse, la cosa tomaba otro cariz porque los cachorros humanos comenzaban a pavonearse mostrando sus mejores aptitudes para el apareamiento. Los que amochaban –en melastiro o en el pingo– no tenían oportunidad de nada, pero los que saltábamos lo intentábamos hacer con donosura y riesgo. No era lo mismo un salto pesado y lento que un salto grácil y elegante. Servidor recuerda que por entonces don Antón, el profesor de gimnasia del instituto, me eligió para saltar en las exhibiciones que se hacían cada vez que llegaba a Ceuta el Ministro General del Movimiento, señor Solís, o con motivo de los 25 años de Paz, el caso es que servidor saltaba muy bien el plinto, con gracia y donosura, y repetía ese mismo salto en melastiro. Lo normal era pasar por encima del amochado (estilo pídola) apoyándose en la espalda y con las piernas abiertas, pero servidor hacía un salto interior, con las rodillas flexionadas y los pies juntos por encima de la espalda del niño. Era un salto elegante y precioso. ¡Por una vez, y sin necesidad de hacer explotar cohetes, las niñas me miraban!… pero ¡caca!, no servía para ulteriores cortejos amorosos ni nada de nada.

Sin problemas de psicomotricidadCap. XSádico abejorro
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