Por tanto, doña Isabel Larios también fue abuela de Angeli Acosta. ¡Ay! Angeli. Era la niña más guapa que yo había visto en mi vida (nueve años en 1961), pero no me enamoré de ella en cuanto la vi. No. Servidor recuerda muy bien cuando y porqué se convirtió en mi princesa. Lo mismo que el capitán Trueno tenía a Sigrid y el Jabato tenía a Claudia, mi princesa sería Angeli Acosta.
Los pepinos de Feni y otros remedios.
Angeli había estado una semana sin salir de su casa por culpa de un resfriado o similar. Hoy día los niños jamás guardan cama, consumen antibióticos y paracetamol compulsivamente y superan la enfermedad delante del televisor, pero entonces no era así, entonces nos metían en la cama y nuestras abuelas y madres seguían utilizando remedios caseros que solían funcionar. Para el dolor de garganta, mi abuela Herminia, que era la hermana mayor del tío Asensio, nos colocaba un papel de estraza empapado en aceite caliente en torno al cuello y sujeto con un pañuelo. A la mañana siguiente el dolor se había esfumado. Y era frecuente colocar agua hirviendo en una palangana, se añadían hojas de eucaliptos y se aspiraban los vapores a través de un cucurucho de papel de estraza. Era bueno para los bronquios. Y no podemos olvidar el tradicional vaso de leche con una tableta de Okal (¿Qué tal? ¡Muy bien con Okal!) con su ración de coñac. Esto hacía sudar y, por lo visto, no había mejor remedio para los resfriados y gripes. Servidor recuerda que Feni, una de las hermanas de Pepe Anita, usaba rodajas de pepino en cada sien para aliviar las jaquecas. Era un método muy común. Había veces, cuando la maestra de Pepita, hermana mayor de Feni, la mandaba a comprar pepinos a la tienda más cercana, la propia maestra cortaba los culos del pepino y Pepita se los llevaba a su casa por si hacía falta usarlos como analgésico.
Cada vez que un niño se resfriaba lo propio era seguir los consejos del médico de la familia que era un señor de toda confianza que venía a casa cada vez que se le llamaba. Maribel Melgar recuerda a don Antonio Ruiz Herola, el médico que iba a su casa casi todas las semanas “…era uno más de la familia. Tomaba café, charlaba con mi padre y lo mismo venía a cualquier hora que un sábado o un domingo. Yo guardo un grato recuerdo de él. Todo lo contrario del otro médico de pelo canoso y semblante serio que nos arrancó literalmente las amígdalas a muchos niños de aquellos años, que cuando lo veía por la calle, me cruzaba a la otra acera. Recuerdo con una claridad pasmosa todo lo que ocurrió el día de la operación y eso que sólo tenía cinco añitos”
Quintana, el hombre de la lambreta.
Y si decían que había que guardar cama una semana seguida, se hacía. Pero de un modo absoluto, que hasta había que usar el orinal para las cosas mayores y menores. La cama terminaba revuelta, deshecha y sudada, pero entonces la rehacían. Nos envolvían en una manta y nos depositaban en un sillón mientras duraba el proceso. Y era una delicia volver a la cama porque ahora estaba fresca, y con sábanas limpias, blancas y tirantes. Lo malo era que la cama limpia presagiaba la visita de Quintana, el practicante de la lambreta que nos ponía el culo como un colador. El hombretón sacaba de su maletín negro esa cajita metálica niquelada que parecía un ataúd en miniatura. Dentro sonaba la inquietante jeringuilla de vidrio. La tapadera de la cajita se convertía en el infiernillo donde ardía el alcohol, que calentaba la cajita llena de agua, con la jeringuilla y las agujas dentro. Cuando hervía se consideraba que aquello ya estaba desinfectado y listo. Aquellas manipulaciones que hacía el hombre en la cocina, mientras tú permanecías en la cama, sonaban amenazadoras. Los sonidos que te llegaban eran afilados y cortantes, ya dolían en la distancia… y cuando aquella aguja penetraba en la nalga, por mucho que soplaras, producía un dolor inolvidable.
Cuando uno caía enfermo el aburrimiento estaba asegurado. Pero se hacía más llevadero cuando los amigos te visitaban por la tarde y traían sus tebeos. Las niñas no estaban obligadas a las visitas si el enfermo era niño, y viceversa. En esto también existía una estricta separación de sexos.
Yo sabía que Angeli estaba en cama porque controlaba sus asuntos. Y no se me ocurrió otra cosa que asomarme por la rendija de la ventana de su habitación. Y allí estaba la niña enferma. En la cama. En ese momento su madre la ayudaba a vestirse y, desgraciadamente, me vio, se sintió espiada y muy ofendida. Cuando doña Angelina, alertada por la niña, iniciaba el movimiento para mirar hacia el voyeur, servidor ya estaba detrás de la siguiente esquina. Desgraciadamente, cuando volví a pasar delante de la ventana, la madre me estaba esperando y me echó una bronca notable. Las broncas de entonces eran moralizantes: “¡Eso no se hace, hombre! ¿Tú te crees que está bonito asomarse a la ventana? ¡A tu madre se lo voy a decir!”. Podía haber sido peor si hubiera amenazado con decírselo al maestro, que tenía métodos más expeditivos. Con el tiempo uno aprendía la fórmula magistral para desmontar la furia del mayor. Había que decir: “Ya no lo voy a hacer más”, y santa maravilla. Se calmaban.
Cuando volví a ver a Angeli estaba flacucha, despeinada y un poco ojerosa. Entonces fue cuando me enamoré de la puñetera nieta de doña Isabel Larios. Teníamos nueve años, y ante su indiferencia servidor tuvo que buscar otros derroteros afectivos. Pero poco había en el barrio porque casi todas las niñas (Mariquita, Maribel, Isamary, la propia Angeli, etc.) estaban coladitas por el acaparador Pepito Lorente, y si no era Pepito, estaban después Chechita y Paquito Inniagaraga, que también eran muy resultones… ¡la vida era así de injusta!