El cine del comandante.
Don Francisco Almandoz vivió inicialmente en el local de Cáritas Diocesana, una casa que la parroquia disponía en lo alto de la calle Lope de Vega. Estaba situada junto a la del señor Sillero[1], Comandante de Marina de Ceuta y personaje de notable poderío en la ciudad. Entre los niños del barrio fue una figura inolvidable porque de vez en cuando nos ponía cine en el patio de su casa. Usaba un proyector de películas súper 8mm y el lienzo de la muralla merinida servía de pantalla. Allí, sentados en el suelo del patio del señor Sillero, veíamos estremecidos de emoción las películas de el Gordo y el Flaco y algunas de Charlot.
Pero el padre Almandoz debía sentirse muy desatendido viviendo completamente solo en esa inhóspita casa –son recuerdos de Rosi Sentís–, por eso le propuso a su amigo don Manuel Sentís ir a vivir con doña Josefa, su madre, viuda desde 1929. A Antonio, compañero de copas con Almandoz, pero hombre agnóstico y de poco pisar la iglesia, le pareció una buenísima idea porque así su propia madre ganaría unas pesetas por el alquiler de la habitación, estaría acompañada y con una digna tarea a su cargo: atender al párroco de Villajovita. Don Francisco se adaptó tan bien en la familia Sentís que hasta jugaba a las casitas con Rosi y Antoñita, las nietas de su patrona, o peloteaba con los niños en la calle, a la puerta de su casa. Tan buena era la integración que Rosi y Antoñita le llamaban el abuelo Paco (aunque tuviera la edad de su padre) Pero pasado un tiempo, conforme las neuronas y la educación iba calando en la inquietante Rosi, la niña se llegó a plantear una enigmática pregunta: ¿Cómo es posible que mi abuelo sea cura si los curas no se casan?… dicen que al final lo entendió.
Hubo otro cura en Villajovita que se llamaba don Modesto. Al igual que Almandoz, era capellán militar y de vez en cuando celebraba misas en la iglesia. Vivía don Modesto en la casa de doña Edelmira y doña Amalia Escudero Carbonell, tías de José Carlos Varea Rivilla, junto a la carretera Ceuta/Benzú, frente al pórtico de entrada a la Colonia Weil. Estas dos señoras eran hijas del señor Escudero, un estupendo zapatero que enseñó el oficio a Pepe el Zapatero, que vivía en la Colonia Weil. Este Pepe fue un profesional muy valorado y personaje muy simpático que, casi sin proponérselo, hizo de su zapatería un lugar de tertulia. De Pepe el zapatero se cuentan muchas aventuras, algunas de ellas nocturnas, con el sereno de la barriada, el señor Rabaneda… otro personaje digno del recuerdo.

El primer contacto de servidor con las cosas de la parroquia fue ver a unos niños que salían de una casa con un cucurucho de papel lleno de un misterioso polvo blanco. Esos niños compartían el contenido y, uno detrás de otro, metían la lengua dentro del papelón y sacaban boca, nariz y cara manchadas de blanco. Les debía gustar mucho porque se relamían de placer. Esos niños habían sisado la leche en polvo que se repartía en el local de Cáritas, la antigua vivienda del padre Almandoz. Pepe Anita y Pepito Acosta recuerdan que fue en ese local donde comenzó su labor con la juventud. En torno a una mesa de ping–pong, que resultó muy atrayente, se generó un grupo de Acción Católica que pretendía difundir su mensaje, es decir, evangelizar a todo ser humano de los contornos. Los catequistas que ayudaban al padre Almandoz en su labor proselitista eran Fina y Manolo –que posteriormente siguieron con el padre Béjar, y se fueron sumando jóvenes como Chiqui, Babíl y Celsa Coiduras, Mari Lesmes, Mari Carmen López Peña, Mª Angustias García, entre otros–. Fina era hija de Juan Navas, el Guardia Jurado que vivía en el portón, que era la autoridad más cercana que teníamos en el barrio. Juan velaba por el buen orden y las buenas costumbres de la gente, y recibía directamente quejas y denuncias de los vecinos. Le sustituyó comenzada la década Alfonso el guardia, muy respetado y temido por los niños, padre de Alfonsito Espinosa Bravo (el huevo) Alfonso el guardia nos requisaba las lastiqueras (así llamábamos a los tirachinos artesanales que fabricábamos con materiales de fortuna) y servidor recuerda una vez que Chechita estaba a punto de dispararle a un gato con la suya, por el terraplén del llano de Mariquita, y vimos aparecer al guardia por la esquina de la escalerilla y mirar hacia nosotros. Estaría el hombre como a 50 metros, y seguro que no alcanzaba a vernos con claridad. Y Chechita, en vez de disimular, esconder el artefacto y ahuecar el ala por la siguiente esquina, le dio tanto miedo que tiró la lastiquera y salió corriendo. ¡Tal era el respeto que la autoridad nos provocaba! …por lo menos a Chechita, que servidor corrió, pero con su tirachinas a buen recaudo. Por eso nos extrañó comprobar más adelante que este hombre era un apasionado del teatro.
Poco después, cuando finalizó la construcción de la iglesia, el local de Cáritas y las catequesis se trasladaron al sótano del edificio. Se marchó don Francisco Almandoz y llegó en su lugar don José Béjar, el nuevo párroco que ejerció durante las siguientes décadas. Su coadjutor fue durante un tiempo don Salvador Vinardell Lagares –un sacerdote delgado, coloradote y silencioso que pasaba mucho tiempo rezando en solitario, como con mucha contrición, en el segundo banco de la iglesia, y vivía en casa de las tías de José Carlos Rivilla, donde antes viviera don Modesto–, y más tarde don Antonio Torrejón Colón, al que llamábamos el curita joven. El padre Béjar fue el primer cura que vimos vestir de persona, que así le decíamos. En cuanto las disposiciones del Concilio Vaticano II lo permitieron, abandonó la sotana negra (la verdad es que no la erradicó definitivamente) y se endosó un clerigman gris. Y de tal guisa, luciendo tan renovado estilo caminaba desde su casa, en el edificio de Basurco, al final de la calle Góngora, hasta la parroquia. No se entendería correctamente lo que pasó en la Villajovita de esos años sin la presencia del padre Béjar –que a veces no era fácil de llevar, también tenía su carácter y sus cosas– y del curita joven, don Antonio Torrejón. Recuerda Pepito Lorente, que colaboró intensamente con ellos, que…
…en aquella época, don José fue un avanzado en muchas cosas. Supo poner en práctica algunos de los aspectos del Concilio Vaticano, que tantas veces habíamos debatido, por ejemplo, no cobrar los sacramentos, la cuota parroquial, el Consejo pastoral, la participación en la liturgia y en la vida de la Parroquia, etc. Pero creo que su mayor mérito fue aguantarnos tanto tiempo y estar cerca de la juventud, aunque a veces fuera difícil de sobrellevar por nuestra parte. No se puede entender la intensa vida de la Parroquia y del Centro de aquellos años, sin las figuras de don José y de don Antonio, el curita joven.

Sin embargo, a pesar de la progresía del equipo siempre me llamó la atención que al curita joven no le gustara que Pepito Lorente tocara en el órgano de la iglesia Con tu blanca palidez, que era la canción perfecta para tocar con órgano. Servidor pensaba entonces que era la mejor jamás compuesta en la historia para tocar en un órgano… se ve que no había oído lo suficiente.
El órgano de Pepito Lorente.
Como Pepito Lorente siempre fue un niño con iniciativa propia y notable autoestima, aprendió a tocar de oídas el órgano de la iglesia. Había llegado al barrio procedente de Terrones. Él cuenta que mientras vivió allende la muralla merinida nunca osó trasponerlas por respeto a las advertencias paternas o por miedo a los desconocidos –tal vez salvajes– niños que por aquí vivíamos. Exactamente lo mismo que pensábamos nosotros de ellos… ¡por eso es tan recomendable viajar y hablar con la gente! Pepito Lorente, fue un niño que, la verdad, cautivó a muchos desde la primera vez que le vimos aparecer por una esquina. Venía con una pistola de madera, y sin presentarse a los demás niños, recién llegado al barrio, dijo con una sonrisilla que quería jugar a policías y ladrones… Y se le aceptó sin mayores problemas. Por cierto, recuerdan José Carlos Rivilla y Mateo Porto que los juegos de policías y ladrones terminaban a tomatazos y naranjazos podridos que sacaban de los desperdicios de la tienda de Morant, mucho más emocionante que los bang-bang que se decían desde las esquinas.
Cuando Pepito Lorente ocupó su vivienda en Villajovita, casa que su padre fue construyendo en una parcela que había comprado, desde la azotea oía a su vecina, Lupe Quintana, la hija del practicante de la lambreta, aporrear el piano…
Eso de tener un piano en casa tenía ser la quinta esencia. Yo me subía a la terraza para intentar ver el piano desde allí, pero no hubo suerte, tuve que conformarme con oírlo. Me propuse aprender a tocarlo y comprarme uno. Aprender lo tuve a huevo en la parroquia, aunque en vez de piano fue órgano y de fuelle, que había que llenar con las palas. Y en lugar de aprender música –eso era un artículo de lujo– hice lo que pude por mi cuenta a base de mucho probar y probar. Como los curas se fiaban de mí tenía una llave mágica que me daba acceso directo a la Iglesia. La verdad es que también empezaron a ‘utilizarme’ en eso de tocar de vez en cuando en misas y celebraciones. En una de ellas –un domingo de Pascua– en la misa de las 12 tuve que acompañar a un tenor llamado Alcalde (creo que era sargento) Y, como yo no tenía ni zorra idea de música, debí empezar dos o tres tonos más alto de lo que el tenor esperaba. Consecuencias: a mitad de las letanías el pobre sargento estaba más colorado que un tomate, chorreaba sudor por todos los poros de su cuerpo y parecía a punto de reventar. Me miró con ojos de asesino que se le entendía todo. Así que disimulé como pude y juré no volver nunca más a acompañar al órgano a ningún Plácido Domingo.

Más facilito le resultó a Pepito acompañar al órgano los tradicionales cánticos sacros durante las misas (…en nombre del Señor, Hosanna en el cieeeelo… Como brotes de olivo en torno a tu mesa, Señor. Así son los hijos de Tu iglesia), y cosas así. Por tanto, Pepito tenía la llave del baptisterio y del órgano y ensayaba por su cuenta y a voluntad, pero don Antonio, no se sabe por qué extraña confluencia de razones, seguía sin querer que tocara Con tu blanca palidez. Sólo a finales de la década, más avanzados los tiempos y las mentalidades, se formó en la parroquia un coro de chicos y chicas que cantaban con guitarras. Fue el momento de gente como Jhonny y Charly Leyva, y Manolo Trillo.
[1] La familia Sillero Jiménez estaba formada por los ocho hijos del Comandante de Marina de Ceuta: Consuelo, José Mª, Mª Carmen, Hermenegildo, Luis Carlos, Rafael, Mª Pilar y Javier.