El algarrobo estaba en la huerta de José, en una zona desnivelada, casi un terraplén, que había detrás del edificio de Basurco, donde vivía el padre Béjar, al final de la calle Góngora. Mariquita recuerda que el solar que había antes de construir el edificio era un precioso mirador del estrecho; desde él, la chiquilla soñaría con Pepito Lorente mientras sus ojos se posaban en el horizonte. Los constructores le rompieron el lugar de sus sueños y debió ser la primera muestra del acoso urbanístico de su vida. No, para Mariquita el edificio de Basurco no nació con fortuna porque, además, corrió el bulo de que uno de sus moradores se dedicaba a matar con una escopeta los pajaritos que se posaban en el algarrobo. El muro trasero del edificio, el que daba a la huerta, frente al emblemático árbol, tenía un pequeño y discreto caminito. Lo usábamos para dibujar corazones atravesados por flechas y marcados con iniciales. A veces, encontrar las tuyas junto a las de tu princesa o príncipe, era la cosa más maravillosa del universo; pero ese estrecho camino también era lugar solitario, adecuado para cualquier cosa discreta.
El algarrobo era un buen centro de reunión que usamos para conversar y algunos desinhibidos para pecar tranquilamente. Debajo del emblemático árbol le planteé a Pepito Lorente García mis primeras dudas de fe. No fue fácil. Y Pepito no me hizo ni puñetero caso. Teníamos doce años y la cabeza centrada –al menos yo– en pecar contra el sexto y noveno mandamientos, los que prohibían cometer actos impuros, o incluso pensar en cometerlos.

El sexto y el noveno, los de siempre.
Con los demás mandamientos no teníamos graves problemas. Amábamos a Dios porque uno no se planteaba la menor alternativa. Otra cosa era amarlo sobre todas las cosas porque, la verdad, no lo teníamos demasiado presente. La vida diaria era tan apasionante que quedaba poco tiempo para pensar en Dios. Pero, bueno, tampoco existía una negativa frontal a amarlo sobre todas las cosas, lo que pasa es que uno no sabía cómo y cuándo se hacía eso. Luego venía lo de amar a tu prójimo como a ti mismo… si uno pensaba en Angeli Acosta, en Sol Mosteyrín, en Maribel Melgar, en Isamari López, en Mariquita, en Elenita, en Chari, y en otras varias, pues no había problema. Pero si se profundizaba en ese amor se entraba en flagrante contradicción con el sexto y con el noveno –con el sexto ya le habría gustado a servidor, que se quedó con las ganas de pecar contra el sexto–. Y si uno pensaba que el prójimo también era Yaye y los malvados niños de Terrones, entonces no era fácil cumplir con el segundo porque servidor no los amaba, ni falta que le hacía.
La mayoría no teníamos problemas con el tercero. Todos los domingos y fiestas de guardar íbamos a misa de doce vestidos de domingo. Y asistíamos a la Misa del Gallo en Navidad y Noche Vieja, pero, la verdad, con el tiempo, la mayoría sólo mantuvimos las apariencias para no desilusionar a nuestros mayores. Que, ya fueran tibios creyentes o no lo fueran, les gustaba ver que seguíamos guardando las maneras. Y si eran creyentes y practicantes, razón de más para seguir guardándolas. Al fin y al cabo era otra manera de honrarlos, que era el cuarto mandamiento.

Por otro lado, ni matábamos ni hurtábamos. Bueno, sólo peras y uvas, o albaricoques de la huerta de José. Alguna mentirijilla sin importancia a nuestros padres y, cuando hacía falta, enormes mentiras al maestro o a los amigos de la calle. Pero eso ni se confesaba.
Los únicos problemas reales se derivaban de la dificultad en cumplir con el sexto y el noveno. Creo que tanta obsesión por estos dos mandamientos –por nuestra parte y por parte de los curas– fue lo que alejó de la religión a muchos niños y también a muchas niñas de entonces. El pecado mortal te condenaba a sufrir horribles tormentos para toda la eternidad, que era bastante tiempo. Para explicar las dimensiones temporales de lo eterno, alguien (posible-mente en unos ejercicios espirituales), nos explicó el famoso símil del planeta de acero y la mosca: “Imaginad una bola de acero del tamaño del planeta Tierra, y que una mosca se posa encima de ella cada millón de años. Pues bien, hijos míos, cuando la bola se haya desgastado totalmente por el roce de las patitas… ¿verdad? ¡La eternidad todavía no habrá comenzado!”. Contundente ilustración, sin duda.
Servidor se pasaba todo el día mirando las rodillas de las niñas, y sufriendo la mala conciencia de haber cometido un pecado mortal. Y tampoco era plan ir a confesar cada pocas horas. El padre Béjar se prestaba a liberarnos de tan pesada carga, pero habría sido cansado. A consecuencia de estas aberraciones –cosa de los tiempos que corrían en la iglesia, aunque estuviera inmersa en el Concilio Vaticano II– tuvimos que sobrevivir sin tratamiento psicológico. Algunos con enormes remordimientos, miedos y dudas, porque el corsé intelectual y emocional que nos crearon atenazó el cortito entendimiento de un niño. Pero otros, más afortunados, se abandonaron directamente a los pecados de la carne sin ningún tipo de remordimientos, y lo pasaron de maravilla. Que unos quedaran atrapados y otros relajados, seguramente dependía de numerosos factores relacionados con la educación recibida en la familia, con los padres, profesores, catequistas, y también, no menos importante, por la influencia recibida de los curas que nos tocara en suerte en la parroquia y en el instituto.
¡Socorro!
Incluso hubo niños transgresores que procedían de hogares rotos –hoy dicen los sociólogos que son hogares desestructurados–, que osaron cometer cosas muy atrevidas. Recuerdo un atardecer que Socorro Sanz de Galdeano[1]caminaba por la carretera Ceuta-Benzú, a la altura del macizo de transparentes que crecían un poco más debajo de la casa de los Mosteyrín. Socorro es hermana de Carlos el molécula, una chica muy guapa y algo mayor que nosotros, con unos preciosos ojos y un porte elegante y erguido. Se cruzó con ella un chico huérfano de padre y que vivía un tanto a su aire; no aparecía por la iglesia y faltaba mucho a clase. Posiblemente su madre no podía atenderle como le habría gustado. Cuando este chico pasó junto a Socorro, con todo descaro y osadía le cogió una teta. La chica, lejos de amilanarse, se volvió muy rápida y le lanzó un bofetón que el chico evitó porque tenía una dilatada experiencia en evitar los bofetones del maestro; esquivar el de Socorro le resultó muy sencillo. La chica le lanzó al mismo tiempo una retahíla de insultos: ¡Imbécil, guarro, idiota! Y con eso el agresor se retiró con una sonrisa boba. Todas las chicas decían esta tríada de cosas (a veces añadían asqueroso) cada vez que pasaba algo parecido. Angeli lo decía mucho –aunque no necesariamente por estos motivos–. Recuerdo que la escena me resultó muy desagradable. Por muy guapa que fuese Socorro, encontraba inconcebible que se pudiera violentar su voluntad ¡y más aún con esas cosas! En la percepción de todos los que vivimos ese tiempo, tales comportamientos sólo podían tenerlo personas que sobrevivían al margen de la iglesia y su moral. El problema es que cualquier persona que viviese al margen de ella, de sus preceptos y de sus formas, era potencialmente amoral y capaz de tener comportamientos tan execrables como el de este chico. Este era un pensamiento injusto, pero pasaba mucho. Difícilmente se concebía una moral y una ética aceptables al margen de la iglesia. Estos prejuicios se superaron con el tiempo, pero mientras tanto, en la moldeable mente de un niño, podía causar algún estrago; servidor recuerda muy bien el sufrimiento que tenía al comprobar que un personaje como Robin Hood, tan simpático, bueno y admirable, se condenaría eternamente porque era inglés y, por tanto, protestante. ¡Hubo que fastidiarse!
Pero algunos niños optaron por una tercera vía. Eran chicos camaleónicos, capaces de adaptarse a las circunstancias más diversas o adversas sin ningún problema. Para ellos las prohibiciones referidas al sexo no suponían un problema mayor que acatar cualquier otra regla o prohibición. Si había que dejar el asiento del autobús a las personas mayores, se dejaba. Si había que ir a misa con el traje de los domingos, se iba. Si había que olvidarse de las chicas, se olvidaba… un poco raro sí que eran, la verdad. Pero, mira, sobrevivieron muy bien porque uno de estos, decía más tarde que “…en cuestiones de sexo siempre hice hasta donde me dejaron las féminas”. ¡Señal de que, a pesar de su aparente conformismo, hizo con ellas bastante más que servidor!
No. Algo tan agradable como el sexo y que surgía tan sueltecito no podía ser pecado. Era como ir contra de la Ley de la Gravedad o como intentar que protones y electrones no se atrajeran. Nos explicaban que el acto era placentero únicamente para premiar y favorecer el mandato divino de procrear, multiplicarse y colmar la Tierra de seres humanos temerosos de Dios. Y añadían que fuera de ese exclusivo cometido, estaba rigurosamente prohibido incluso dentro del mismísimo matrimonio. ¡Pero eso no podía ser! Alguien mentía con conciencia de estar haciéndolo, o estaba dramáticamente equivocado. Sin embargo, las dudas de fe no eran consecuencia de la represión que suponía aceptar los mandamientos. No. Servidor dudaba directamente de la propia existencia de Dios porque percibía de una forma inconcreta que todo aquello no era algo razonable. De alguna manera empezaba a dejar de creer para intentar comprender. Sin embargo, ver a personas tan mayores, tan doctas y tan serias creer a pies juntillas en todo este tinglado hacía que la confianza en uno mismo se tambaleara continuamente, casi tanto como la fe precaria que a uno le quedaba. De todos modos, lo normal era que el personal de a pie, los niños que éramos, dejaran de creer sin complicarse la existencia y sin hacerse demasiadas preguntas, y que de la tibieza en cuestiones de fe se pasara a la frialdad e indiferencia total. Pero otros muchos, porque todo crece en la viña del Señor –el torero diría que hay gente pa tó–, tuvieron la oportunidad, tal vez la suerte, de mantener su fe intacta.

Así que, unos por coherencia con sus creencias, y otros, apechando con las dudas, seguíamos asistiendo a las reuniones y demás actividades que se organizaban en la parroquia porque, a pesar de todo, era un lugar de relación muy bueno y nos ofreció muchas oportunidades para desarrollar actividades creativas. Justamente así lo recuerda Lourdes Galindo, una de las pequeñajas que correteaban por allí:
Nosotros vivíamos en la Colonia Weil y de alguna forma estábamos mediatizados por la cercanía de la parroquia. Muy a pesar de mi madre, que me despertaba al primer toque de campana para ir a misa, nadie logró «convertirme». Pero pasé muy buenos ratos allí. Con los años, una entiende mejor las cosas, pero entonces simplemente era un poco rebelde en el ‘Centro’, y mantenía con el cura, con las catequistas y conmigo misma, una lucha encarnizada. Pero es cierto que fue un medio para que nos relacionáramos –incluso se formaron algunas parejas–. De hecho, era un sitio de encuentro de gente cercana en el espacio vital, pero lejana en otros muchos sentidos.
Si, es cierto que el Centro nos ofreció muchas oportunidades. Entre ellas el teatro. Cierto que tuvo más repercusión en la ciudad la organización de un Belén Viviente en las navidades de 1967 y siguientes; el primero se hizo en el descampado que había detrás de la propia iglesia, pero en sucesivos años se instaló junto a la muralla merinida, escenario perfecto. En la organización de estos belenes se movilizaba prácticamente todo el barrio, y Pepito Lorente siempre estuvo presente en estos tinglados; pero en el primero, César Mosteyrín fue el que montó toda la instalación eléctrica, y su hermanita pequeña, Flor de Lis, hizo de Angelito Anunciador y la colocaron con sus alitas en una esquina del Portal, quieta y expuesta a los rigores de diciembre, que, aunque estábamos en el norte de África, allí hacía frío. Cerca de la chiquilla, los pastores habían encendido un acogedor fuego y, aparte de la temperatura, aquella caterva se calentaba a fuerza de anís del Mono y coñac Fundador. Cuenta José Carlos Varea que se apiadaron de Flor de Lis, la pequeñita del clan Mosteyrín, y le acercaban tapones de coñac por aquello del frío. La niña, por lo visto, se los tomaba sin rechistar… Sobrevivió.

Pero fue sin duda el teatro lo que más nos marcó. En numerosas ocasiones se montaron obras de teatro, leído y actuado, y se inventaron parodias de todo tipo. Y eso estimuló la inventiva de algunos chicos que desde entonces han mantenido el gusanillo del teatro, o descubrió la madera organizativa de algunos. Recuerdo que Babíl y Pepito Lorente eran dos chicos muy buenos en esto. Pepito incluso escribió alguna obra original de mucha enjundia, a la temprana edad de quince años, que se representó en la parroquia y en el Centro Cultural / Casino de Villajovita. Y eso se lo debemos, sin duda, a la oportunidad que nos ofreció la parroquia en el tiempo de don José Béjar.
[1] Los hermanos Sanz de Galdeano Equiza eran Javier, Carlos (el molécula) y Socorro. Vivían en la calle Lope de Vega, cerca de Juanlu y los hermanos Acosta.