(relato)
Estábamos en el Escalón de Mané cuando alguien llegó contando una historia real como la vida misma. Muy bien puso ser así:
Habían transcurrido dos semanas desde que encontramos al Hombre del Castaño. La presencia de la muerte tan cercana nos mantenía asustados a más de uno, y pasear por el barrio por la noche, en solitario y con poca luz, era un asunto para pensarlo porque ¿qué cosa extraña, oscura y con guadaña, esperaba detrás de la esquina? Pepito Lorente dejó sus trampas diseminadas por los alrededores del castaño y, ni por asomo, se le ocurrió acercase a recuperarlas. Matilde Acosta vio al mismísimo Lucifer rompiendo las luces de la calle desde una azotea, y el problema es que su hermana Angeli ¡lo había visto también! Juanito Jurado decía que le había mirado, posada en el cristal de su ventana, la mariposa negra que citaba doña Carmen, la abuela de Mancilla, en ese cuento que nos helaba la sangre en las venas. Servidor percibía un cadáver dentro del armario de su cuarto, frente a su cama, y no osaba sacar las manos de debajo de la sábana. ¡Y para qué hablar de los seres infernales que acechaban debajo de todas nuestras camas para cogernos los pies! Si, el recuerdo del Hombre del Castaño nos tenía inquietos.
Esa noche llegaron al Escalón de Mané Pepe Anita y Pepito Acosta. Venían blanquitos como la pared del abuelo Aquilino, que la encalaba todos los días, y nos contaron que mientras fumaban unos tronquitos de sidra, debajo del torreón agrietado de la Muralla, habían visto una sombra negra que chillaba. Hasta ahí, vale. Lo malo comenzó cuando Pepe Anita dijo con un hilito de voz que la sombra negra era el espíritu del Hombre del Castaño. Memín, Cóico, Lorente y servidor nos apretujamos mutuamente un poco más en el escalón. Que se hablara de muertos y espíritus no nos gustaba nada de nada.
Memín dijo que era tarde y se tenía que ir. Y se marchó buscando las pocas luces que quedaban en el barrio desde la última visita que nos hicieron los niños de Terrones.
–Pero, ¿cómo una cosa negra? – Preguntó Cóico que había apoyado toda la espalda contra la puerta de Mané.
–¡Yo qué sé, joé! Una sombra negra que atravesó la Muralla por encima de nosotros y chillaba así: ¡¡Uuuuh!!– explicó Pepito Acosta.
–¡Era el ahorcado! ¡Era el ahorcado!– repetía Pepe Anita mirando al suelo y moviendo la cabeza convencido.
Sin darnos cuenta encogimos las piernas y ahora abrazábamos las rodillas, casi en posición fetal. El barrio seguía semioscuro y, de pronto, fuimos conscientes del silencio. No sonaban los grillos, no había nadie en las puertas, no ladraba ningún perro, y hasta nos alcanzó una brisilla fresca.
–¡Joé! Dejaos de cachondeo con estas cosas, que a los muertos no hay que nombrarlos. ¡Y menos a ése!
–Te juro que no es cachondeo, tío. Una sombra negra pasó por encima de nosotros y se filtró por la Muralla y chillaba que me entró un miedo que me rilaba. ¡Negra como la muerte, tío!
–¡¡Que te calles, joé!!
–¡Era el ahorcado! ¡Era el ahorcado!– seguía diciendo Pepe Anita con su hilito de voz.

Estaba claro que aquellos dos no mentían; no había más que mirarles. Pepito tenía la cara desencajada y Pepe estaba completamente abandonado a su terror. Menos mal que llegaron corriendo Chechita y Aquilino. Huían de Juanlu que les quería pegar porque le habían llamado, por algún extraño motivo, picha-fea. Claro, Chechita y Aquilino vieron el cielo abierto cuando llegaron al Escalón de Mané y nos encontraron porque como Juanlu era de los mayores, tenía que res-petar las formas honorables y sólo podía pegarse con los de su edad, al menos en público. Fue nombrar al ahorcado y los recién llegados olvidaron sus diferencias y se sentaron muy juntitos en el suelo.
–¿Por qué no vamos a verlo?– propuso Pepito Lorente. Me lo estaba temiendo; sabía que tarde o temprano algún insensato lo iba a proponer.
–Maricón el que se raje– sentenció Juanlu. Y el asunto quedó zanjado. Gustase o no, había que ir a buscar la sombra negra.
Pero servidor veía poca gente a su alrededor, así que llamé a la puerta y le contamos a Mané el asunto del espíritu del ahorcado. Se sumaron su hermana Mariquita, y Antonio, el mayor de ellos. Para mi tranquilidad ya éramos diez, sea lo que fuese aquella cosa negra ¿por qué habría de fijarse en servidor entre tantos?
Y de esa manera, dándonos valor unos a otros, tomamos el camino de la Muralla. Mariquita avisó a Isamari, Maribel, Meli, Angeli y a sus hermanas, Mati y Reme. Encontramos por el camino a Morant y Paquito Inniagaraga, que peloteaban con un balón pinchado, no iban a ser menos y se sumaron. Y al pasar junto a la casa de Juanjo y Chiqui, se sumaron Elenita y Aurelia. Era la última casa; ahí terminaba la calle, las luces y la civilización; ante nosotros se abría la vaguada y el llano, y a nuestra izquierda la Muralla. La Luna, en cuarto creciente, permitía ver las cosas en penumbras y parecía que esa noche los viejos muros fosforecían como un montón de huesos viejos.
Éramos veinte y yo iba muy tranquilo, si algún demonio tenía que atacar la probabilidad de escapar ya era notable. Los mayores, quinta del 50, iban delante bromeando para disimular los nervios. En riguroso orden de status seguíamos los del 52. Y detrás las niñas, entre ellas Angeli, histéricas, apretujadas entre sí y dando gritos de vez en cuando. Servidor se sentía vigilado. No podía demostrar ni una pizca de miedo. Llegamos al pie del viejo torreón agrietado, y miramos allí donde Pepe Anita señalaba. Nada se oía, ni una mosca zumbaba.
–Yo no veo nada– dijo Chechita. Pepito Acosta hizo un gesto amenazador para que callara. En ese momento oímos el horrible sonido del mismísimo infierno.
–¡Aaaarf!, ¡Aaaarf!– Como la respiración jadeante de una entidad infernal. Se nos erizó la piel. Nadie se movía esperando que otro iniciara la estampida, apenas una imperceptible retirada de centímetros. Fueron unos segundos que se hicieron eternos, hasta que una sombra negra cayó desde lo alto chillando como algo satánico:
–¡Uuuuh! ¡Uuuuh!–. Las niñas gritaron y corrieron… y nosotros también gritamos y corrimos. Las piernas pesaban, literalmente, toneladas y alcanzar la calle asfaltada y la seguridad de las primeras luces nos costó una eternidad… Pero servidor aprovechó la confusión y la oscuridad para coger la mano de Angeli y tirar de ella. ¡Cómo pesaba la niña! Parecía que tenía los pies clavados en el suelo, pero sentí un cosquilleo formidable cuando toqué su mano y supe que ella sintió lo mismo porque me miró como Sigrid de Thule miraba al capitán Trueno.
Cuando llegamos a la altura de la casa de Chiqui nos soltamos, y ella se mordió inmediatamente las uñas, avergonzada, mientras regresaba con las otras niñas que no habían perdido detalle.
Con el escándalo habían salido nuestros mayores. No tardaron mucho en conocer la horrible aparición del espíritu del ahorcado. ¡El Hombre del Castaño había vuelto de la muerte!
La noche siguiente nuestros mayores, y los niños que faltaron la anterior, se personaron en el lugar para ver la sombra del ahorcado. A los dos días la voz se había corrido y aparecieron gentes de Terrones, Valiño, Mixto, Hadú, El Sardinero, etc. Y venían pertrechados con linternas y hasta se hacían fogatas para ver mejor. Nuestro llano parecía una romería. Hasta que se personó por allí la autoridad competente, Alfonso el guardia, molesto por tanta algarabía en su barrio. Cogió por la oreja a Pepe Anita, que era el que señalaba a la gente el lugar exacto desde donde volaba el espíritu, le pegó un par de collejas y conminó severamente al personal:
–¡Dejad en paz al búho, joé, que sois imbéciles!
Porque, por lo visto, aquella cosa negra, desgraciadamente, no era la sombra del ahorcado, sino un precioso búho real. Alfonso siempre fue así de aguafiestas.
