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La primera tele del barrio

En torno a 1961, el tío Asensio se mudó a la casa de Garagara-jump–Zuaps, es decir, junto a la de servidor, frente a la de Pepe Anita. Por cierto, entonces descubrí que el anterior dueño de esa casa, aquel visitador médico que se marchó a Madrid, tiraba en el huerto todos los medicamentos caducados que ya no le servían. De forma que en aquel subsuelo había un auténtico tesoro de botecitos de vidrio precintados, algunos con formas preciosas, y aparecían cada vez que removíamos la tierra. Uno de esos botecitos, relleno con la supuesta nitroglicerina, fue lo que utilicé para lanzarlo contra las piedras del llano.

Y entonces fue cuando el tío Asensio se compró un televisor Telefunken. Y como era un hombre emprendedor, pronto le sacó un rendimiento enorme. Sin duda, la televisión fue el fenómeno que más nos influyó a todos, chicos y mayores, pero no fue el único cambio. Desde los primeros años de la década, nuestras casas se empezaron a llenar de cosas nuevas y de electrodomésticos, unos aparatos que funcionaban con electricidad. Los niños de esa época vimos aparecer una cosa tan simple como la fregona, invento de don Miguel Jalón Corominas (chiclanero él) que hizo olvidar hasta la palabra josifa –en realidad era aljofifa, precioso vocablo árabe–, especie de trapo basto que usaban nuestras madres y abuelas para fregar el suelo arrodilladas. La fregona levantó a las mujeres –y conste que servidor no pretende hacer de esta frase una broma fácil– y las elevó en un proceso que aún se mantiene y que debería haber concluido hace tiempo. Don Ernesto nos dejó dicho poco después que más valía morir de pie que vivir arrodillado. Frase demoledora que podría muy bien aplicarse también a la oportunidad de la fregona.

Surgieron los primeros detergentes en polvo que vimos, el Tide y el Omo, que sustituyeron a las pastillas de jabón Lagarto. En los paquetes de Omo encontrábamos un emocionante regalito. Vimos aparecer las primeras lavadoras eléctricas, que no automáticas. Eran cubas cilíndricas con una hélice al fondo que ayudaba a dar vueltas y vueltas a la colada. La máquina desaguaba manualmente a través de un tubo, y supuso abandonar la esclavitud que suponía la tradicional tabla de lavar la ropa a mano. Pero había que llenarlas de agua, y el agua era muy escasa en Villajovita y en Ceuta por aquellos años. Aún no se había construido la potabilizadora ni el pantano. Los niños de entonces recordamos las colas que formábamos con cubos para recoger agua de las cubas militares que la repartían por los barrios. Y eso que nosotros a veces éramos hasta privilegiados porque llegaba un hilito de agua que ofrecíamos a los vecinos de los barrios más altos, los que estaban detrás de la Muralla. Recuerdo que mi madre sacaba una goma a la calle y allí se formaba la cola para llenar sus botellas y cubos. Y recuerdo que mi padre trajo un bidón metálico, lo colocó en el patio sobre un poyete y le instaló un grifo. Luego pintó el interior con cal para que el agua se mantuviera limpia sin pudrirse y evitar que se desarrollaran larvas de mosquitos, cosa casi imposible porque tarde o temprano aparecían, aunque el bidón estuviese cerrado. Y así tuvimos siempre una reserva estratégica de agua que nos solucionaba muchas cosas. Todo un privilegio en ese tiempo.

Pero sin duda, fue la televisión lo que marcó decisivamente la vida. No existe unanimidad respecto a cuál fue la primera del barrio. Maribel y Aquilinín Melgar dicen que la segunda tele de Villajovita fue la suya, y que los niños acudían en tropel para ver los programas infantiles y colmaban el saloncito. Que a veces se quedaban dormidos debajo de la mesa mientras sus madres andaban locas buscándolos por todo el barrio. Eran televisores robustos y duraderos, cuenta Maribel que ese primer aparato estuvo funcionando hasta bien entrada la década de los 80.

Por otro lado, José Carlos Varea[1] dice que la primera tele fue la de Quintana, el practicante de la lambreta,[2] grandote y serio que nos pinchaba el culo sin consideración cada vez que teníamos fiebre. Era escuchar el sonido de la lambreta y uno se ponía malo. Pánico nos daba ver aparecer a Quintana, que al poco de enviudar abrió la olla a presión sin sacar antes el vapor, le explotó y se quemó la cara. Pero el hombre, al día siguiente ya estaba con su lambreta pinchando culos por ahí. Se ve que le gustaba y le debía ir bien porque fue uno de los primeros en comprar una tele en el barrio. José Carlos Varea y los Mancilla, Juan Antonio y Carmen Mari, junto a sus hijos, José Manuel y Lupe, eran asiduos en su casa –estos últimos por obvias razones–. Recuerda José Carlos que él se quedaba dormido usando de almohada al perro que tenían, era Kaiser, un boxer.

En cambio, servidor dice que la primera tele fue la de Quino, el de la burraquía (el mercadillo de telas y ropas usadas que hubo frente al colegio de las monjitas, cerca de la Iglesia de San Francisco) Quino tenía una perra muy vieja que se llamaba Tonina, que cada vez que entraba en celo la montaban varios perros. Para los niños era un espectáculo verlos unidos por el culo, y puede que no hubiéramos hecho tanto caso si nuestras madres no se hubiesen empeñado en separarlos lanzándoles cubos de agua fría. Pero no siempre eran así de suaves. Recuerdo que, a mi perro, Pelucho, la dueña de la perrita que estaba montando en cierta ocasión le dio un golpe terrorífico para que la soltara. Le alcanzó en la cabeza con un tronco de madera. Al día siguiente se quedó ciego. Una semana después murió debajo de la higuera que crecía al fondo del huerto del tío Asensio. La noche anterior le llevé agua y un hueso del cocido. Apenas pudo mover el rabo. El olor dulzón de las higueras en septiembre me recuerda a Pelucho

…todos tenemos nuestra dosis de crueldad, puede que sea algo inherente al ser humano, y normalmente aprendemos a domeñarla con el tiempo, por eso a los niños no nos hacía falta que nadie nos enseñara ninguna salvajada.

En consecuencia, tal vez con más curiosidad que otra cosa, hostigábamos sin miramientos a los perros amantes hasta que cada uno salía por su lado. Actualmente, la atención al bienestar animal se cuida cada vez más, pero entonces, y en Villajovita, esas cosas ni se pensaban. Y tal vez por esas perrerías la Tonina tenía una mala leche enorme con los niños. Algunas tardes, nadie sabe cómo ni porqué, se corría la voz entre nosotros de que Menchu, la mujer de Quino, iba a dejarnos pasar para ver su tele, y allí nos íbamos todos a esperar que se abriera la puerta de su casa. Servidor nunca vio esa tele, pero tenerla la tuvo.

Sin embargo, en lo que sí hay consenso es en considerar que la tele del tío Asensio fue la más famosa. Vimos la irrupción aparatosa de la tele en nuestras vidas. Nos fascinó a todos y la aceptamos sin el menor reparo. Nos cambió el mundo, pero nadie era consciente de eso.

Los tiempos estaban cambiando, nos lo dijo Dylan poco después. Servidor recuerda que en 1960 mi padre pudo comprarse por fin una radio Loewe de ojo verde mágico. Por las noches, después de cenar, la oía en la penumbra y anotaba en un papel la frecuencia de las emisoras que más le interesaban o las más extrañas de los más lejanos países. Pero, poco después, la aparición de la televisión la silenció para siempre. La tele era una ventana abierta a un mundo que, de pronto, ya no se limitaba a tu barrio, tu ciudad o tu país. Nos abría horizontes inmensos. Con ella se esfumó definitivamente la posguerra y llegó la modernidad porque cambiaron nuestros hábitos sin darnos cuenta. A partir de entonces el mundo se aceleró de una manera que ahora comprendemos mejor.

Los cuentos de doña Carmen (abuela Mancilla)

Poco a poco dejó de interesarnos oír los cuentos terroríficos que nos relataba en las noches de verano doña Carmen, abuela de Juan Antonio y Carmen Mari Mancilla, en la puerta de Placido y Segunda, padres de Amparito y Emilita. Eran cuentos que recordaban los relatos míticos griegos, hermanos que partían en penosos viajes en busca del único remedio para su padre enfermo (una flor azul en mitad de un lago, una enigmática mariposa negra, incluso un vellocino de oro, etc.), y sólo uno de ellos, el más noble e ingenioso lograba encontrarlo… uno de esos cuentos aún pervive en la memoria de algunos. Contaba doña Carmen que un malvado hijo se atrevió a levantar la mano contra su anciana madre. Y por ello el Señor le condenó a sufrir una agónica y repugnante enfermedad. Y para colmo, cuando el pobre malvado pensaba que la tumba sería su descanso, resulta que esa mano pecadora, la que usó para pegar a su madre, ¡no podía permanecer enterrada! Una y otra vez salía de la tierra, putrefacta y acusadora, impidiendo el descanso del mal hijo. Los niños que la oíamos, sentados en mitad de la calle, nos íbamos arrimando unos a otros conforme progresaban las historias… y si eran niñas, mejor.

Todo eso fue languideciendo conforme el barrio se poblaba de antenas. Poco a poco dejamos de jugar a rescate o levantar la piedra entre niños y niñas. Fue la tele, pero también fue la edad que se nos pasaba.

Y el tío Asensio pensó que si los niños querían tele, que la pagaran. Llenó el salón de su casa de banquetas plegables y cobraba dos reales a cada niño por ver un par de programas, y una peseta por ver toda la programación del sábado (en realidad no hay unanimidad a la hora de recordar los precios) El salón, y la escalera que subía a la habitación superior, se le llenaban a tope porque clientes no faltaban. El problema surgía cuando la señal que llegaba a Ceuta desde Guadalcanal se iba. A veces, con todo el dolor de su corazón, tenía que devolver la recaudación. Cuentan aquellos niños que las tardes en ese salón fueron tan inolvidables, que hasta descubrieron lo que había que descubrir en lo alto de la escalera del tío Asensio.

Y como era un señor emprendedor, comenzó a fabricar polos en el congelador de su frigorífico. Los fabricaba en los contendores de cubitos de hielo, y usaba agua y un saborizante concentrado de fresa, limón, naranja, etc. Que cuando uno sorbía extraía de una vez todo el color y sabor y quedaba el hielo. Pero buenísimos porque tal vez fueron los primeros polos que tomamos en nuestra vida –tan buenos eran, que Pepe Anita cree recordar que el dueño de una heladería que había por la cuesta de los Agustinos, hasta le quiso comprar la fórmula–. Como la demanda de los polos del tío Asensio subía, no le quedó más remedio que implicar a mi madre y vecina en la producción, y le pasaba bandejas para que se congelaran en el frigorífico de casa. Lo que nadie ha sabido hasta ahora es que mis escarabajos astronautas deambulaban entre ellos mientras superaban la prueba del frío del espacio exterior. Por tanto, si alguien culpó de aquellas diarreas a los polos del pobre tío Asensio, que sepa que la culpa fue de servidor: ¡Mea culpa!

También nos vendía pipas y demás golosinas. Sí, las tardes en casa del tío Asensio fueron inolvidables. Allí conocimos a la perrita Marilyn, una de las marionetas de Herta Frankel, a Rin–Tin–Tin y al cabo Rusty, a Tom y Jerry, al Pájaro Loco, Búbu y al oso Yogui. Todos hablaban con un extraño acento de Puerto Rico, y al pobre gato Jerry, encima de sufrir todas las maldades del ratón, le hacían hablar en una especie de andaluz del caribe. También estos personajes forman parte de nuestra memoria.

Cohetes, escarabajos y astronautasCap. IIICap. IV

 

[1] Mari Carmen y José Carlos (Rivilla) Varea Escudero vivían en la calle Lópe de Vega. A José Carlos le decíamos Rivilla porque jugaba de defensa y quería parecerse al brasileño.

 

[2] Su hijo José Manuel asegura que no era una lambreta, que usaba una vespa. Pero, como toda mi vida he creído que era una lambreta, así se mantendrá en este libro… que para eso el autor se reserva ciertos privilegios.

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