Servidor de ustedes llegó a Villajovita en junio de 1960. Tenía siete años y el día anterior había salido vestido de marinerito en la procesión del Corpus Christie, desde la plaza de África hasta el Puente Almina. El Paseo de las Palmeras estaba cubierto de helechos y adelfas. Olía de una forma especial. Todos los Corpus de Ceuta tenían ese aroma. Llegué a Villajovita empachado. Hice el viaje encima del colchón de lana de mis padres, dentro de un camión que trajo al barrio los escasos enseres. En esa época no eran precisas demasiadas cosas para ser felices. Por entonces era frecuente que los niños cogiéramos un empacho ¡y no precisamente por exceso de calorías! No era grave, se curaba con un día en ayunas y, a veces, con una cucharada de un líquido amargo que llamaban Agua de Carabaña[1]. También se usaba en estos casos una cucharada de aceite de ricino, un purgante nauseabundo que se extrae de las semillas un arbusto muy común (Ricinus communis) En ambos casos lo que producía era una limpieza total del tracto digestivo (vulgo: se rilaba uno sin contemplaciones)

Ocupamos la última casa de la acera derecha de la calle “J”, la calle principal del barrio que poco más tarde se llamó Calderón de la Barca. Todas las calles tomaron nombres de poetas. Esa casa pertenecía a Antonio García, primo de Primitiva, madre de Maribel y Aquilino, del clan Sánchez. La casita no era de las más modestas, que las había con un sólo dormitorio, y compartían patio y aseo sin luz eléctrica; y si la familia estaba formada por padres y varios hermanos, las chicas dormían en el saloncito–comedor y los niños en la cocina, y cada noche y cada mañana había que recomponer la habitabilidad del pequeño conjunto. La de servidor era de lujo en comparación, tenía salita-comedor, dos dormitorios, cocina y patio de uso propio donde mi padre construyó un aseo, y hasta nos podíamos duchar en verano usando un cubo de agua colgado del techo; el cubo se dejaba todo el día al sol y al atardecer el agua estaba calentita, y se hacía salir sifonándola a través de una goma y una alcachofa.
Antonio, el dueño de la casa, era visitador médico y tenía una moto-vespa de tres ruedas. Pronto se marchó a Madrid. Tenía dos hijos: Marco Antonio y Carlitos. Los niños se quedaron a vivir ese verano con sus abuelos maternos, Isabel y Rafael, que ocupaban una casa a medio construir adosada a la mía. Mi padre y servidor [2] llamábamos ‘Garagarajump–Zuaps’ a la abuela Isabel, porque continuamente hacía gárgaras para extraer mucosidades de la garganta (vulgo: lapos), que lanzaba muy lejos, con mucha fuerza y notoria maestría. Y ese era el sonido onomatopéyico que hacía la señora en cada intento. A su nieto Marco Antonio ese mismo verano de 1960 le pegué una pedrada en la espalda. Fue la única pedrada que yo he dado en mi vida. Pero otros se pasaban el día a pedrada limpia contra los niños de la Colonia Weil, o contra los de Terrones o el Mixto (entre estos últimos habría que recordar a Javier Spiteri y Antonio García Herola que, en el fondo, no fueron culpables de vivir donde vivieron) Luis Hernández de Loma [3] recuerda la certera pedrada que le endosó Vicente el mano, que vivía en el Parque Móvil de la Policía, a Felipe el hacho –lo de hacho se debía, en recuerdos de Luis, a la poderosa cabeza que llevaba puesta el chiquillo–.
Existió también una famosa pedrada que recibió en la frente Paquito Díaz Inniagaraga. Se la lanzó Pepe Anita para impedir que el niño entrara sin permiso en la cabaña de los Tiburones, que habían construido unos cuantos en el huerto de Chechita. Y Manolito Señor le pegó otra pedrada a Cesáreo, un chico de formación pacocantiana que vivía cerca de la farmacia de la madre de Felipe Juste. Se ve que cada uno tuvo su pedrada inolvidable.
La verdad es que era muy frecuente ver, en las cabezas recién rapadas, la calva que dejaba una buena pedrada. Había niños muy señalados, prueba de su continuo estar en la calle. Y algunas niñas, como Matilde Acosta[4], tampoco se libraron de recibir alguna que otra. Lo normal era que se lanzaran a mano pedruscos pesados y lentos, que casi siempre se les veía venir y daba tiempo a esquivarlos. Sin embargo, los chinazos de lastiquera[5] resultaban más sofisticados, eran chinos de pequeño tamaño, pero salían a una velocidad endiablada. A Pepe Anita le dieron pedradas de los dos tipos y paréceme que el chinazo de lastiquera que le pegaron los niños del Mixto fue peor.

Menos mal que la pedrada que le pegué a Marco Antonio no provocó sangre. En realidad, era un trozo de barro duro que se desmoronó cuando topó con su omóplato. El pobre lloró bastante y yo me asusté más… fue la primera vez que comprobé que las disputas y peleas entre niños podían tener peores consecuencias entre las madres. A veces agrias repercusiones… A nosotros esas disputas se nos olvidaban al rato, pero a los mayores la enemistad les podía durar para siempre.
[1] (www.ranf.com/pdf/aguas/Carabana/prepro.pdf) “Por ser dichas aguas ricas en sulfato sódico y sulfato magnésico, son hipertónicas y al ser ingeridas producen en el intestino, por no ser absorbidas, que éste segregue agua para isotonizar su contenido y el enorme contenido acuoso que esto origina produce un estímulo de la pared intestinal, aumentando su peristaltismo con aceleración del tránsito intestinal facilitando la expulsión de heces, con gran proporción acuosa”. Extraído de “ESTUDIOS SOBRE EL MANANTIAL MINEROMEDICINAL DE CARABAÑA”
[2] Puede que el uso del término ‘servidor’ no sea tan evidente para las nuevas generaciones. Servidor era lo que los niños debían responder cuando se les nombraba al pasar lista en clase. La respuesta debía ser en realidad ‘Servidor de usted’, pero, como todo, con el paso de los años la disciplina se fue relajando y quedó en servidor solamente. Quería decir que uno se prestaba a lo que mandase el profesor y, por extensión, cualquier persona mayor.
[3] Los Hernández de Loma eran dos hermanos, Gregorio y Luis. Al padre le faltaba una pierna desde la guerra.
[4] Los ínclitos hermanos Acosta González eran Isabelita, Pepito, Matilde, ‘Angeli’, Remedios y Federico, hijos de don José Acosta Larios y Angelina. Al principio de la década vivieron en la calle Jacinto Benavente. Más tarde se mudaron a la casa que previamente había sido local de Cáritas y sede de la Acción Católica, junto a la casa del señor Sillero, Comandante de Marina de Ceuta.
[5] Una ‘lastiquera’ es un tirachinos construido con materiales de fortuna.