Doblando la esquina vivía Antoñito Porras Artero que era hijo de Antonio e Isabelita la gallega. Antoñito tenía una preciosa bici roja. Tener una bici era un privilegio y una baza para negociar cualquier cosa. Por ejemplo, los que alquilaban tebeos por una gorda en el puestecillo–rifa que poníamos junto al Escalón de Mané, te dejaban leerlos gratis a cambio de una vueltecita en la bici. No todos pudieron tenerla tan pronto.
El niño de la Orbea negra.
Otro que la tuvo desde los primeros momentos fue Javier Sillero, uno de los numerosos hijos del Comandante de Marina de Ceuta, un personaje muy pudiente. La de Javier era una Orbea negra e inalcanzable porque no se la dejaba a cualquiera. Pepito Lorente recuerda que cuando eso ocurría y podía dar una vuelta, el recorrido partía de la casa de Javier, bajaba hasta la tienda de Morant; subía hasta el llano y tomaba de nuevo la calle de Javier, a la altura de la casa de Paquito Inniagaraga. Siempre sabía a poco. Eso sí, Javierito remolcaba de una cuerda a Mati Acosta y demás niñas cuando se ponían los patines de ruedas metálicas. El niño tiraba de ellas para que tomaran velocidad. Mientras iban en línea recta no había problemas, pero cuando Javier tomaba una curva la fuerza centrífuga las estampaba contra la esquina de turno. Muchos nos alegrábamos secretamente del porrazo que se daban, no por ellas, sino por la parte de culpa que le echaran al niño Javier.
Sin embargo, Isabelita la gallega me prestaba la de su hijo cada vez que se la pedía. Yo creo que nunca encontró la forma de darme largas y desviar mi atención hacia otra cosa. Miguelín, mi padre, siempre se negó a regalarme una bici, incluso ya de mayor. No era una cuestión de pesetas, era algo superior a sus fuerzas. Así que yo disfrutaba una enormidad con una bici entre las piernas, y no era capaz de reprimirme y evitar pedir prestada la de Antoñito. Pero un día se le desprendió el freno mientras corría con ella por el llano, se introdujo ente los radios y destroce la rueda. Le devolví la bici con un sentimiento de culpa tremendo. Durante meses tuve encogido el corazón de la vergüenza que me daba la cosa… ¡y no se me ha olvidado!
La ruinosa bici de Chechita.
Sin embargo, la única bici que pudo disfrutar el pobre César Rey Alarcón[1] (Chechita) fue una que se encontró destrozada en el barranco que había junto al arroyo Bacalao. Sólo tenía medio manillar, le faltaba la cadena y no tenía frenos. Pero eso le dio igual al chiquillo porque las ruedas eran macizas y giraban. Muchos niños no pudimos tener demasiadas cosas materiales, pero eso no nos hizo infelices, todo lo contrario, la falta de posibilidades nos aguzaba el ingenio, y lo demostramos muchas veces. Un alambre grueso encontrado en cualquier lugar se convirtió en el medio manillar que le faltaba, y listo. Si la bici no tenía cadenas, el niño se tiraba cuesta abajo hasta donde llegara ¡cómo apenas subían coches! Y si había que frenar, se frenaba rozando el zapato con la rueda trasera, como se había hecho toda la vida.

¿Quién teme a la muerte?
La otra bici famosa fue la de Pepito Acosta, que le costó a su padre, don José Acosta Larios, 400 pesetas de las de entonces. Era una preciosa bici que destrozó el puñetero niño a las primeras de cambio cuando se lanzó barranco abajo gritando: “¿¡Quién teme a la muerte!?” Cuando llegó abajo, y la cuesta cambiaba de sentido, se pegó un zarpajazo [2]que aún recuerdan Pitoño y demás presentes. En esa ocasión el inquietante Pepito Acosta no se rompió ningún hueso, pero dicen que desde entonces le viene lo suyo. Por supuesto, la flamante bici quedó destrozada, con medio manillar, sin cadena y sin frenos. La tiró al barranco que daba al arroyo Bacalao, de donde la recogió Chechita más adelante. Y siguió la vida…
Luego, conforme avanzaba la década de los 60, las cosas fueron mejorando y las bicis se pedían a los Reyes Magos, ¡y hasta las traían! Pero Elenita León[3] fue un poco más lejos y pidió en su carta que le trajeran una bicicleta y saber montarla. Lo de traer la bici era factible, pero lo de proporcionarle la habilidad infusa para no caerse era más complicado. Así que Chiqui, ese hermano mayor, con tal de mantener la ilusión de la chiquilla, tuvo la paciencia de enseñarle a montar su propia bici. Todas las noches de las vacaciones de Navidad de ese año, dejaba unos minutos sus asuntos intelectuales para dedicarse a su hermanita. Esas cosas jamás se olvidan. Y mientras eso ocurría, su otro hermano, Juanjo, rondaba a Maricarmen Varea, hermana de Rivilla, una chica monísima y versátil, que jugaba estupendamente al balonmano y con esas mismas manazas tocaba el violín de forma magistral. Mari Carmen hacía dúo musical con Lupe Quintana en los finales de curso del conservatorio de música. Lupe, que era hija del practicante de la lambreta, tocaba el piano muy bien y era la envidia de Pepito Lorente, que la oía desde su azotea. Lupe hasta llegó a dar clases particulares de piano a los chiquillos del barrio como Javi Román y Manolito Señor. Pero claro, conocida la materia prima, con pocos resultados.
[1] Los hermanos Rey Alarcón, hijos de doña Enriqueta (viuda de Buenaventura Rey Baltanás), fue peluquera, y sacó adelante a sus cuatro hijos: Julio, Pedro, Enrique (Zipi) y César (Zape, Chechita) Vinieron a Villajovita en 1959, desde Nador. Julio fue un notable músico, bajista y compositor de The Brisk.
[2] Olvidada palabra que usábamos con mucha frecuencia. Posiblemente derivada de ‘zarpazazo’. El que se caía brusca y aparatosamente se daba un ‘zarpajazo’, sobre todo si se desollaba las rodillas.
[3] Los hermanos León Molina eran Juanjo, Antonio (Chiqui), Aurelia y Elenita, hijos de Antonio y Maruja.