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Fumadores de picadura…

Asensio era uno de los numerosos hijos de Salvador Guerrero Biedma, el que construyera en Villajovita numerosas casas en los años 20 y 30. En realidad, la que bregó con los alarifes era su señora, Catalina Cortés, mujer de mucho cuidado y genio fácil a decir de sus propios hijos y nietos. Catalina era analfabeta, pero sabía latín, y los trabajadores se echaban a temblar cuando la veían aparecer por la cuesta para vigilar los progresos de la obra. Esas casas se rifaron entre sus hijos, y Asensio ocupaba una de ellas en la calle Lope de Vega, de las que estaban adosabas a la muralla merinida, y también era dueño de algunas más que mantenía alquiladas. El tío Asensio fue, por tanto, hombre de propios y uno de los viejos pobladores del barrio. Su mujer era Isabelita y su hija Isamari. En el patio de esa casa, debajo de la Muralla, él mismo había horadado un refugio que utilizaron durante los bombardeos de la Guerra Civil. Ahí debe seguir. Por cierto, doña Jovita construyó otro refugio bajo el patio de su casa, y en él se introducían la familia y los vecinos cuando comenzaban los bombardeos. Doña África, su hija menor, recuerda que una de las veces se metió con ellos un guardia civil con capa y todo, y tan voluminoso era el hombre que ocupó casi todo el aforo. Sesenta años más tarde, cuando construían los cimientos del edificio que sustituyó a la casa, apareció en el viejo refugio la imagen de la Virgen de África; la misma que doña Jovita había colocado allí en 1936.

El seto que separaba el huerto del tío Asensio estaba formado por las enredaderas que nos proporcionaban los tronquitos de sidra. La foto es de 1965: Doña Josefa Macía, abuela de Pepe Anita, toma el sol. Isabelita Asensio y Mary Milan leen el Faro apoyadas en el 4–4 de Miguelín.

El tío Asensio fumaba mucho. Por entonces se fumaba tabaco de picadura que vendían en paquetes muy vistosos. Recuerdo las marcas Crema Chica y Crema Grande que venían en papel brillante amarillo. Los fumadores de entonces tenían los dedos amarillos y con aspecto de pergamino por culpa de la exposición al humo. Otro personaje que fumaba picadura era el maestro don Francisco Canto Córdoba, al que durante años vimos liar sus pitillos con parsimonia, siguiendo una liturgia determinada. Echaba una generosa porción de picadura en el hueco de la mano izquierda y lo desmenuzaba para quitar las estaquitas más gruesas. Luego sacaba una hoja del librito de papel de fumar, la acanalaba y echaba el tabaco sobre ella. Entonces comenzaba la fase que parecía más difícil: liar el cilindro, dar saliva al pegamento del borde y pegarlo. Don Francisco lo repetía siempre con los mismos movimientos de dedos, y los mismos gestos de la cara como si cada mueca ayudase a liarlos. Por entonces ya existían los cigarrillos, pero casi todos sin boquilla (Predilecto de Reyes –boquilla blanca o marrón–, Condal, Camel, Pall Mall, Lucky, Phillips Morris, Chesterfields y también Vencedor, Goleta y Delfín) Pero, lo correcto entre nuestros mayores era fumar recia picadura y liarse sus propios canutos. Los de don Francisco Canto eran especialmente gordos y los fumaba con deleite en mitad de la escuela. En cambio, el tío Asensio tenía que irse a fumar a la pared de enfrente cuando Isabelita Asensio, su mujer, lo echaba de la casa para que no la apestara con el humo azul, acre y espeso que producía la picadura.

…y fumadores de sidra

Mientras los mayores fumaban esa cosa, nosotros fumábamos sidra (aunque algunos prefieren decir cidra, pero con una u otra grafía, hablamos de lo mismo) Tal cosa eran los tallos leñosos, secos y porosos de una enredadera que daba flores en forma de campanas azules de un solo pétalo y de capullos con forma de plátano enrollado. Cuando los abejorros se introducían en esas campanas se cazaban muy bien. Servidor los guardaba en una caja y llegaba a tener decenas. Por la noche no dejaban de revolotear dentro de la caja y hacían un ruido que me resultaba tranquilizador, sobre todo después del susto que nos provocó encontrar un ahorcado en el castaño de la huerta; oír en la oscuridad a los abejorros significaba que había seres vivos cerca de mí, y que el cadáver que se escondía dentro del armario debía de ser producto de mi imaginación.

Esa enredadera era una planta invasora muy frecuente en los setos que separaban los huertos, y la teníamos al alcance. El mejor sitio para buscar sidra era el seto del huerto del tío Asensio, que crecía frondoso y salvaje frente a las casas de Pepe Anita y Estebita Paparrillas. Si tenías la suerte de encontrar un trozo bastante poroso, se podía fumar muy bien. El humo tenía buen aroma y no producía ningún tipo de efectos extraños, sólo picaba un poco la lengua. Lo que nos atraía de esa planta era el aroma y la rebeldía de hacer algo prohibido, no los efectos, que eran inexistentes. Y como fumar estaba prohibido, pegarle a la sidra también lo estaba y había que hacerlo escondido, al pie de la muralla merinida, detrás de una de las torres defensivas, por ejemplo. Que recuerde servidor, aunque todos lo probamos alguna vez, Yaye, Chirri, Pitoño, Juanlu, Talega, Pepito Acosta y Chechita eran buenos fumadores de sidra.

Noche Vieja de 1962 en casa del tío Asensio. Me querían emparejar con Mariló, pero me gustaba Agusti (detrás de servidor). Pepe Anita está con Isabelita y su hermana Feni

Fumar sidra era, por supuesto, el paso previo para fumar tabaco de verdad. Los más osados lo hicieron. Y como entonces solíamos vivir sin dinero en el bolsillo, ¡ni notábamos su ausencia!, se comenzaba con las marcas más económicas que se distribuían en Ceuta: Goleta o Delfín. Naturalmente, por esa perra gorda que valía un goleta no se podía pedir mucho. Aquello tenía tan ínfima calidad que a veces se apagaba porque en realidad lo que habían envuelto era estacas de madera. El Delfín, al menos, tenía el papel dulcecito. Posiblemente eran peores que los tradicionales Celtas Cortos de la península. Después de compartir uno de esos petardos había que amortiguar el olor para que los mayores no sospecharan nuestra osadía. Y creíamos que un caramelo de menta lo lograba. A servidor, de todos modos, le gustaba mucho más un buen tronquito de sidra que un pestoso goleta. Pero fue cuestión de tiempo que todos se pasaran a fumar Marlboro, el genuino sabor de rubio americano, excepto algunos como Pepe Anita, que se empeñaban en fumar Salem, un tabaco mentolado con el que terminaba uno completamente hastiado, y encima se quejaba de sus amigos (Juanlu y Pepito Acosta) porque no le cambiaban un marlboro por un salem… malvados eran, pero tontos no.

Sin embargo, las niñas eran más selectas y solían fumar rubio emboquillado. Elenita León recuerda que con 12 años iba y venía del instituto a pie para ahorrarse las seis perras gordas que valía cada viaje en autobús –eso hacíamos todos–, y comprar Kent emboquillado con las ganancias. El Kent era un delicioso tabaco rubio de boquilla blanca. Elenita, que parecía una mosquita muerta, se los fumaba con Isamari López y las hermanas Lara –Chari y Maricarmen– dentro de un Austin abandonado que había dentro de Ybarrola, cerca de la tapia que separaba el recinto de la carretera. O sea, que el que más y la que menos, todos saltábamos por encima de las reglas que los mayores dictaban para nosotros. Delicioso era eso de transgredir reglas y prohibiciones.

Cap. IIITeniente Azcárate: el inventor de la pólvora
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