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El punto G

El casino tuvo todos los ingredientes para atraer y reunir al personal de cualquier edad. Los jóvenes tuvimos una de las primeras máquinas flipper y, por supuesto, los de siempre (Pepito Acosta, Yaye, Pitoño, Pepe Anita, Juanlu, Luis de Góngora, Chechita, Paco Inniagaraga y algún otro), y más tarde las nuevas generaciones (Javi Román, Manolito Señor y Estebita Paparrillas entre otros), la domesticaron impunemente para jugar gratis per secula seculorum. Para evitar las faltas (cuando la máquina se movía bruscamente se detenía la partida en falta) metían un alambrito por semejante sitio para sujetar un péndulo que tenía en el interior. Y una vez inmovilizado, aquella máquina se podía golpear o mover lo indecible que jamás se detenía la partida. Ya sólo quedaba ser hábil para alcanzar muchos puntos y ganar partidas de regalo; pero como en el fondo eran unos negados, investigaron y experimentaron hasta descubrir que metiendo un fleje por cierta ranura se alcanzaba una especie de punto G –entonces estos osados no sabían nada de punto G, ¡qué iban a saber estos!– tal que hábilmente manipulado saltaban partidas de regalo que era una delicia oír el sonido que producía. Otros, como Manolito Señor y Javi Román, usaban para el mismo propósito un trozo de caña que lijaban en el bordillo de la acera hasta dejarla plana y fina. Y cuando tenían días malos, en lo que ni siquiera eran capaces de dar con el punto G, levantaban el cristal de la máquina y bloqueaban directamente la entrada de la bola… ¡así cualquiera! Se hinchaban de jugar gratis.

El manco Bartolo.

Para poder manipular con impunidad la máquina era preciso hacer bulto y tapar físicamente al manipulador del fleje. Así se sorteaba la vigilancia del conserje de turno. Recuerda Pepito Carracao que durante un tiempo lo fue Bartolo el manco. Hombre muy vivido y que se las sabía todas. Tenía una fuerza enorme para manipular una pequeña patera hasta meterla y sacarla del agua él sólo. Y tenía la habilidad necesaria para llevarla hasta mitad de la bahía –¡remando con un solo brazo!– para trapichear coñac por tabaco en los barcos “Liberty” que fondeaban por esos lares. Vivía por la playa de Basurco con su hermano el Tito, que era encalaór y uno de los primeros homosexuales valientes que aceptó abiertamente su condición y se marchó a Londres buscando aires más liberales.

La memoria colectiva del barrio acusa inexcusablemente a Pepito Acosta de estas fechorías. Pepito Acosta, por una vez, lo corrobora; pero añade que no sólo manipulaban la máquina del Casino, también la del bar Toribio pasó por sus manos; y cuenta que tenían un alambre especialmente fabricado para extraer las monedas que guardaban en la tripa estas máquinas. También recuerda que existían otras tragaperras de vaivén que empujaban un montón creciente de monedas hasta que, si tenías suerte, paciencia y muchas monedas, salían en cascada hacia una bandeja. Bien, cuenta Pepito Acosta –tal vez para repartir las culpas– que el especialista en estas máquinas era Pepe Anita, que metía un alambrito para ayudar a desplazar el montoncito hacia la bandeja, pero éste dice no recordar tales manipulaciones, que a lo sumo habría hecho de bulto para tapar a los osados. La memoria, que es muy selectiva, y a veces oportuna. Sin embargo, no pudieron violar la máquina de discos que trajo Toribio a principios de los 60. Esa máquina fue una revolución porque nos acercó a la música como un elemento que nos diferenciaba de la generación anterior. O sea, como siempre.

También la memoria colectiva atribuye a Pepe Anita la responsabilidad del alias que le endosaron al bueno de Paquito Díaz Rosas: Inniagaraga. Por lo visto, estos niños, en lugar de aplicarse con lecturas de vidas de santos, se dedicaron a otros menesteres más mundanos, como jugar sus buenas partidas de futbolín en el bar de Toribio, junto a la placilla. Y cada vez que Paquito pillaba la pelota con los muñecos de la delantera, y mientras hacía sus preparativos para lanzar un disparo seco y definitivo contra la portería que defendía Pepe Anita. Éste, para ponerle nervioso e molestar la preparación, le recitaba un sortilegio mágico que comenzaba con un incordiante Innnnn… y terminaba en niagaraga justo cuando lanzaba la bola. ¡Inniagaraga! era el grito de guerra que usaban el grupo de Gregorio Basurco, Salvador Ruiz Borín, el Chorli, etc. Pues eso, con inniagaraga se quedó el pobre; que no está tan mal, podían haberle buscado algo más ofensivo, que seguro que habría.

Germen de teatroCap. IVLos periódicos del Casino
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