El salón parroquial –también le decíamos el Centro– estaba en el sótano. Se accedía a través de una estrecha escalera, a la derecha del altar. Daba a un patio de tierra que acondicionamos para jugar a una especie de tenis con paletas de madera que nosotros mismos construíamos. Y casi todos los niños del barrio, de una u otra forma, nos vinculamos a las cosas que se hacían en el salón parroquial. Pero no todos fueron asiduos, que los hubo que no encajaron con las formas y maneras del nuevo párroco, y otros se tuvieron que marchar porque los pillaron en la iglesia jugando a las cartas, bebiendo impunemente el vino de misa y tomando pan ácimo… ¡pero sin consagrar!, que algo de conciencia les quedaba y sabían muy bien que desde el Concilio de Trento cuando el pan y el vino se consagraban eran la misma carne y sangre de Cristo, pero bajo la apariencia de pan y vino. Siempre era conveniente tener a mano algunos niños malos para que los buenos supiéramos correctamente cuál era el rasero.
De todos modos, según se ha sabido al cabo de los años, hasta los niños buenos, aprovechando las convivencias nocturnas que se hicieron en el salón parroquial, le sisaban vino al padre Béjar. Esta especie de aquelarres místicos, que supuestamente eran para rezar y meditar cuestiones trascendentes, también se utilizaba para otros menesteres. Recuerda Pepito Lorente que en algunas de esas ocasiones:
…cuando ya nos quedábamos solos comenzaba la juerga. Se probaba –para apreciarlo correctamente– el vino del cura, y los trajes de Cáritas nos servían de disfraces. A la mañana siguiente siempre había quejas de los sufridos vecinos que les tocaba aguantarnos. En una ocasión hicimos hasta una sesión de hipnosis; el ‘Rubio’ era mi víctima preferida. Era tan sensible el chiquillo que antes de contar cinco lo tenía dormido y hacía cualquier cosa con él, desde dejarlo en pelotas hasta bailar sevillanas con un traje de gitana sacado del almacén de Cáritas. Era capaz de hacer de todo. Pero le cogí miedo y dejé de jugar con esas cosas de la hipnosis porque una vez lo pasó muy mal con dolores de cabeza y cosas así.
Una simple mesa de ping–pong, colocada en mitad del Centro, hizo el milagro de atraernos a la parroquia. Muchos aprendimos a jugar sobre ella y los había muy buenos. Servidor recuerda que a Juanito Jurado Cervantes no había quien le ganara, aún jugando con su brazo en cabestrillo, que se había roto al caer del castaño de la huerta de José. Pero el imbatible era José Mª Ramírez Chaves (Lali) que ponía la pelota donde le daba la gana. Lali se convirtió en una figura para muchos porque llegó a ser profesional del fútbol y jugar en el Atlético de Madrid y otros equipos, aunque a decir de algunos, los había mucho mejores que él en el barrio. En recuerdos de Pepito Acosta y Pitoño, Lali era un abusón porque el chico dio muy pronto el estirón de la pubertad y se musculó una barbaridad frente al resto de mortales endeblitos. Y el niño se aprovechaba de su volumen para imponer su voluntad en el campo de fútbol, sobre todo porque siempre había que hacerle un hueco en el equipo aunque ya estuviesen formados. Hasta que un día Carlos Sanz de Galdeano, al que decíamos el molécula porque era un chico empollón, tímido y con gafitas, se enfadó tanto de sus abusos que cogió a Lali el cuello –no se sabe cómo, pero el molécula tenía una fuerza enorme en las manos– y le obligó a respetar las normas. Parece una cosa de película porque desde entonces Lali respetó mucho a Carlos.