A principios de los 60 los niños teníamos pocas cosas –aunque nuestros mayores pensaran con toda razón que para penurias, las suyas–. Y lo poco que tuvimos fue suficiente. Nadie decidía por nosotros qué era lo necesario [1], y cada día conquistábamos una preciosa libertad con nuestro ingenio y nuestras manos, entre otras cosas porque no teníamos alternativa, y tampoco se nos ocurría que existiese tal cosa.
Con dos pinzas de tender la ropa hacíamos una pistola que disparaba chinitos a cierta distancia, y jugábamos a hacer puntería sobre blancos que poníamos en la acera de Mané, o sobre las niñas, desde una esquina. Con cuatro rodamientos metálicos, unas tablas, algunos clavos, un tornillo pasante y una cuerda para girar la dirección, hacíamos un carro sin frenos, por supuesto, que para eso estaban los zapatos y el suelo. Con el carro se tiraban los más osados desde lo más alto de Lope de Vega, o Calderón de la Barca hasta la puerta de doña Jovita, confiando en que no subiera ningún coche, que eran escasos, pero haberlos, los había. Chechita, el experto en recuperar bicicletas arruinadas, fabricó un famoso carro con sus dos patines de ruedas de goma, una rareza entonces. Casi todos los patines eran de ruedas metálicas y hacían un ruido endiablado cuando rodaban por la calle o por las aceras. Las hermanas Lara Guzmán, Chari y Maricarmen, recuerdan que cuando se deslizaban por la acera de la calle Lope de Vega, una señora mayor que vivía con dos perros pequeños (tan antipáticos como la dueña) les tiraba cubos de agua desde la azotea porque decía que con los patines se rajaba la calle y salían ratas. Más le habría valido a la abuela del madriles –un chico algo mayor que nosotros que pasaba con ella algunas vacaciones de verano– decir la verdad, que estaba hasta las narices del horrible traqueteo que hacían las ruedas metálicas en la acera.

Con los plumeros de los cañaverales construíamos unas cerbatanas muy precisas que llamábamos canutos. Disparaban chorlitos, que eran los frutos con forma de cápsulas de los eucaliptos. Los mejores canutos se cogían en la huerta de José (cuando no estaba José, por supuesto), junto a la casa de Pepito Lorente. Y había que tener presente el calibre del canuto y el tamaño de los chorlitos, porque cabía la posibilidad de que se obturase. Los chorlitos se cogían en los eucaliptos que crecían bajando por la huerta hacia la casa de José Bacalao. Conforme avanzaba la temporada, los buenos racimos crecían más alto y no era fácil recolectarlos. Había muy buenos tiradores de canuto. Servidor recuerda especialmente a Pepito Acosta, Juan Luis Caballero (Juanlu) y Pepe Anita, que se metían en la boca racimos enteros de chorlitos y los iban disparando como si fuera un AK–47. Era fascinante construir un arma que disparaba a distancia. Se comenzaba el juego muy civilizadamente; cada uno colocaba un racimo de chorlitos en el suelo, junto a la pared de Mané. Y desde cierta distancia se iba disparando sobre ellos; el que acertaba se quedaba con el racimo. Pero, claro, de una u otra forma, sin saber cómo ni cuándo, se terminaba en una batalla campal a chorlitazo limpio y con los canutos, en lugar de humo, chorreando saliva espesa por el extremo. Un poco asqueroso si resultaba, pero nos salía totalmente gratis y dormíamos estupendamente esa noche –y todas las noches–. Hoy día, para reproducir con nuestros hijos o nietos el gozo que sentíamos haciendo eso, harían falta muchísimas condiciones de seguridad y, por supuesto, comprar y comprar y comprar cosas.
Con los flejes metálicos hicimos cascos, armaduras, correajes, puñales y espadas. Con un carrete de hilo, un trozo de cera, unas gomas elásticas y un palito de polo, construíamos un tanque que escalaba por sí sólo pendientes pronunciadas. Eran conocimientos y técnicas que se transmitían de unos a otros; nos pertenecían y lo repetíamos por imitación. Con un trocito de la mina metálica de un bolígrafo, remachada por un extremo, unas cerillas y la propia punta del bolígrafo, hacíamos un cañón que daba un pepinazo estupendo, incluso en mitad de la clase de don Francisco. Hacíamos elaborados equipos de fútbol con las chapas de las cervezas, o flotas de galeones con cáscaras de nueces –se rellenaban de cera y hasta les poníamos sus palos, velas y jarcias–. A los trompos les quitábamos el remache de la punta y le colocábamos una púa, cuanto más aguda y larga mejor, porque así podía partir los trompos ajenos. Pepito Acosta era un sádico con los trompos, le gustaba sobremanera. Con un tubo de Okal –entonces todas las pastillas venían en tubos de vidrio–, agua y la llama de una vela, hacíamos un cañón que lanzaba el tapón sorprendentemente lejos. Con una horquilla de madera, que cogíamos de un árbol o arbusto, recortes de una cámara usada, y la lengüeta de un zapato viejo construíamos las lastiqueras. Con carburo de calcio o clorato potásico se hacían diabluras miles. Las varillas de los paraguas eran unas flechas diabólicas; las disparábamos con arcos o con ballestas. Se clavaban que daba gusto verlas en las pencas de las chumberas, que hasta las atravesaban de parte a parte como si fuera mantequilla. Y cuando el sol de agosto calentaba el alquitrán de la carretera hasta dejarlo moldeable, lo sacábamos a puñados para moldear dardos. En la punta un clavo y en la cola unas plumas de gallina. Una vez frío se endurecía el alquitrán y quedaban unos dardos con una inercia enorme, que se clavaban estupendamente en la madera de las puertas de los garajes de Fernando, al lado de la casa de Pepe Anita. Mané llegó a construirse una patera. Pepito Lorente se fabricó una guitarra en la base de una amplia rama de palmera; y Chechita se fabricó un esquife asimétrico; le salió por estribor más ancho que por babor y navegaba escorado, pero navegaba. El chiquillo, que no tendría más de doce años, se las ingenió para que le regalaran una lata de alquitrán en el muelle de la Puntilla, y pintó su ingenio por fuera que no había quien lo sumergiera.
Sí, entonces usábamos las manos para construir cosas. Y lo hacíamos con materiales de fortuna, los que encontrábamos en cualquier parte y, sobre todo, usábamos la imaginación. Pero no es mérito nuestro, simplemente fue el tiempo que nos tocó vivir.
[1] En realidad, ya existían mensajes publicitarios que intentaban convencer de que la felicidad estaba ligada a tomar esto o lo otro, o incluso a poseer un televisor. Pero no tenían la penetración actual, por supuesto.